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  • Foto del escritor: Blanca Jal
    Blanca Jal
  • hace 19 horas
  • 4 Min. de lectura

No entiendo por qué me dicen lo fuerte que soy, como una especie de halago. No quiero ser fuerte. Como si pensaran que porque en lugar de hundirme remo, me gusta remar. No me gusta. Me agota. Y sí, entiendo que, ante una misma situación, elegir afrontarla y vivirla con cierta alegría es lo más práctico. Lo más inteligente. Lo mejor para todos. Incluso para mí. Pero eso no significa que me guste la situación. Ni que no me importe o pueda con todo. A veces, preferiría la condescendencia que reservan a los que se victimizan por todo. Preferiría dejarme caer en los brazos de cualquiera dispuesto a sostenerme. Bueno, de cualquiera, no.

Decía San Agustín que el camino al infierno se siente como el cielo y el camino al cielo se siente como el infierno. No sé por qué camino voy, pero empiezo a estar muy harta de algunas de las piedras que me estoy encontrando. Y mucho más de los caminantes que se cruzan en algunos puntos. Nunca me ha dado miedo andar a solas. De hecho, lo disfruto bastante. Solía cruzar el Primo de Rivera a las 7 de la mañana, casi a oscuras y desierto, y llegaba a donde Bernardo con tiempo de sobra para el primer café. Solo. Con hielo. Después, le cogí ritmo al Retiro. Más tarde, a las cuestas toledanas. Y después, a Grafton Street. Y ahora evito la Avenida, pero la bordeo casi a diario. Andar es una fuente de inspiración y un desahogo que casi diría que necesito. Es mi manera de reciclar pensamientos. De dar forma a ideas. De reflexionar.

Pero hace demasiado calor para caminar estos días. Y lo estoy sustituyendo por conducir, que he descubierto que me produce un efecto parecido. El otro día Ponce me dijo que se notaba que me encantaba. ¿Conducir? Sí. Le miré raro. Hasta hace no mucho me daba terror. ¿En serio? No lo parece. Bueno, es que ahora que lo dices sí que me encanta.

Y me quedé pensando en todas las cosas que solían darme miedo y en todos los no puedo que solía creerme. En cómo han pasado a puedos sin darme apenas cuenta. Y en todos los kilómetros que he recorrido sin moverme del camino. Y es que este ha sido un año aterrador, pero revelador. Un año de avanzar con miedo, pero avanzar siempre. Echo la vista atrás y tal vez entiendo esa imagen que trasmito, aunque por dentro esté como un flan. Supongo que incomodarse es la única forma de crecer. Y ha sido, desde luego, un año incómodo. Muy incómodo. Nunca había afrontado los meses con tantos miedos. Y, para mi sorpresa, hemos superado cada uno de ellos sin problema ninguno. Nunca había llorado tanto, ni me había sentido tan vulnerable, ni tan perdida.

Y, sin embargo, cuánto me he reído también y cómo se esclarece el horizonte conforme avanzo. Ha sido una enorme liberación sacar del camino todo lo que no aportaba. Centrar el tiro y poner las prioridades en orden. Ha sido refrescante y divertido reencontrarme y limpiar el armario de todo aquello con lo que ya no me identificaba. Dejar de jugar a las casitas. Volver a jugar a la ruleta. Los simulacros de amor inesperados. Encontrar la belleza en la forma de pensar y no en la de vestir. Soplar mis velas teniendo el deseo delante. Liberarme de complejos y ataduras. Vivir el ahora. Redescubrir a Machado y a Bécquer. Descubrir a Benedetti.

“Si el corazón se aburre de querer, ¿para qué sirve?” Para nada, Mario, para nada. Por eso, ha sido bonito apagar la luz para encenderte. Vestirse pensando en desvestirte. Compartir el insomnio. No desaprovechar un desvelo. Dejar de hablar del amor. Hacerlo directamente. Tomar las riendas. Dejarme llevar. Emborracharse sin alcohol. Desafiar al código de buena conducta. Ser más señora en la calle. Más mamá en mi casa. Y más..en fin.

He estado en lugares que hacía años que no pisaba. Y en otros a los que jamás pensé que iría. He combinado el lujo de tres estrellas con el montadito en la playa. Los tacones con las chanclas. El decoro con el topless. He leído a Cervantes y a E.L. James. Créanme. Hay sitio para ambos. He dicho que no, cuando tenía que decir no. Y sí, cuando me ha dado la gana. Y Darwin se ha llevado por delante a todos los que no se han adaptado a estos cambios.

Pero estoy muy cansada. Y necesito el verano que me negué hace un año. El del aburrimiento. El de la soledad. El del tiempo para mí. Un verano sin eventos. Sin viajes. Sin compromisos. Sin reloj. Sin citas en la peluquería. Sin conciertos. Ni con ciertos. Sin vinos. Sin maquillaje. Sin cuadrar calendarios. Sin juicios. Ni negociaciones. Sin postureo. Sin comentarios. Sin comentaristas. Sin poner al buen tiempo malas caras. Sin estrellas Michelin. Ni estrellas fugaces. Sin trenes. Ni aviones. Sin hoteles. No soporto los hoteles. Sin sorpresas. No soporto las sorpresas. Y sin prisas. No soporto las prisas.

Necesito un verano de low profile. De ligar bronce. Guardar plata. Y no confundir la paja con el oro. Un verano sin piedras ni caminantes. Decía también San Agustín que algunos se aferran a su parecer no por verdadero sino por suyo. Pueden quedarse su parecer y compartirlo entre ustedes. Que esta etapa que se viene no me da miedo andarla a solas. Y si nos cruzamos, digan buen camino, y sigan adelante, sin interrumpir el mío.

 
 
 
  • Foto del escritor: Blanca Jal
    Blanca Jal
  • 10 jun
  • 3 Min. de lectura
Cuando vengas a Madrid, pedazo de guapa, voy a comerte la boca en la Puerta del Sol

¿Saben esa sensación o deseo de querer volver a su yo de veinte años y vivirlo con la experiencia de los cuarenta? Esas ocasiones en las que uno piensa el poderío tan enorme que le daría tener las circunstancias de esa primera juventud con el know how de la segunda…


La vida me ha regalado cuarenta y ocho horas que me han parecido un simulacro de ese deseo cumplido. Cuarenta y ocho horas top en las que, como un globo aerostático, subí, subí y subí. Y toda la flotabilidad que me elevó, en un repentino soplo de realidad, me estampó contra el suelo, con cesto incluido. Que, para colmo, me dio en la cabeza. Y, una vez más, me la puso del revés.


Niña, yo no soy gato, aunque al verte pasar...siete vidas menos me quedan al verte pasar

Y, aunque sigo un poco mareada del golpe, pienso en esos dos días y me estamparía una y mil veces, solo por volverlos a vivir. Volver a mis calles y mi gente. Mis sitios. Con ese GPS interno que me lleva de uno a otro aunque luego nunca sepa si es Ayala o Hermosilla. Esa vida nocturna en esa ciudad que jamás duerme. Esa salida de la cueva de moda a plena luz del día, porque la noche se nos ha quedado corta. Cruzar Colón con las sandalias en la mano. Y hablar con desconocidos. Robar unas flores de cualquier macetero. Y unos besos en cualquier portal. Terracear. Dormir lo mínimo. Cotillear lo máximo. Cenar sushi. Comer amatriciana. Cantar a pleno pulmón porque esas te las sabes todas. Bailar como si nadie estuviera mirando. Saber que están mirando. Atocha. Encuentros imposibles, pero posibles. Parar el tiempo. Reír hasta perder la voz. Llorar con las tres Gracias. Planear el próximo viaje. Dudar de que vayamos a cumplirlo. Ver lo lejos que hemos llegado. Lo cerca que estamos. Hablar hoy, como si hubiéramos hablado ayer. Confesiones adolescentes. Never ending stories.

Abrazos largos. Abrazos de verdad. Abrazos de años perdidos. La red de seguridad afianzándose por minutos. Anécdotas para el recuerdo. Humor del norte. Dejar el sur al sur. No extrañar el mar. Ni el mal. Comer una. Contar veinte. Volver a casa. Suena todo tan familiar. Tan cercano. Tan mío. Que nadie me llame Jal. Que no importe el apellido. Y aún así todos sepan de dónde vienes. Retirarse en el Retiro. Recorrer esas callejas secretas que te llevan de Ibiza a Alfonso XII en siete minutos. O te llevan al pasado en siete recuerdos.

¿Cómo te digo que se me queda larga, por muy bonita, elegante y preciosa que sea tu falda?

Y es que Madrid sabe a eso. A pasado. A violetas de la Pajarita. Y chocolate de San Ginés. Tan dulce. Tan denso. Tan apetecible. Y, a la vez, tan efímero. Que lo disfrutas el doble porque sabes que se acaba. Y, después del último sorbo, siempre te quedas con sed. Con un presente incómodo. Y un futuro incierto. Con ganas de más y nostalgia de ese cielo que todos dicen que es gris, pero María siempre decía que era el más azul que había visto. Y es que de Madrid, al Cielo. Aunque sea la única ciudad que, sutilmente, homenajea al ángel caído. Quizá por eso, sus rincones invitan al pecadillo venial. Ese por el que, en otros lares, se rasgan las vestiduras, bailando por bulerías. Pero en Madrid, se lo pasan por el chotis. Ese que ojala hubieras explotado a los veinte. Porque, ahora que has perdido el colágeno a cambio de sensatez, sabes, que ya no procede. Pero qué bien sientan, nena, cuarenta y ocho horas de simulacro en mi Madrid... ¿Cómo te digo que se me queda corto? Que a mí ya no me engañan... ¿Cómo te digo que esto, a ratos, me amarga, por mucho que digan que es Ancha, que es Honda, que es la calle Larga?


 
 
 
  • Foto del escritor: Blanca Jal
    Blanca Jal
  • 5 jun
  • 4 Min. de lectura
Batallas calladas, silencios que matan y me dan la vida las noches prohibidas…

¿Alguna vez han hecho el amor en secreto, obligados al más estricto silencio, cuando por dentro solo querían gritar? Explotar. Llenar el mundo de envidia. De fuegos artificiales. De oxitocina en dosis descontroladas. Puede parecer difícil de llevar, pero es mucho mejor que gritar por cortesía cuando por dentro solo sientes silencio. Hastío. Quietud. Un profundo y doloroso nada.

Y, sin miedo a la caída, polvo lento en la cocina. Olvidaste que existía el mundo de alrededor.

Y es que hay emociones que salen o no salen. Como el llanto. Pero, a veces, hay que sacarlas, porque toca. Aunque sea forzando la máquina. Nunca he llorado el en cine. Al menos de verdad. Lo fingí, por primera vez, con Titanic. Porque sí, las mujeres fingimos. Con bastante realismo, por cierto. Me daba vergüenza ser la única de mis amigas que no hipaba de llanto con la muerte de Jack. Y eso que soy llorona, pero para otras cosas, qué sé yo. Las películas no me tocan la fibra.

Ayer, sin embargo, lloré de verdad con una película que me apareció en escena sin buscarla. Se me hizo un nudito en la garganta casi desde el principio. Y conforme avanzaba me fui contagiando hasta acabar llorando sin consuelo.

Era un poco de las de antes. Ya saben, de esas con personajes bien forjados, que tienen detrás una profunda historia vital. Quizá por eso me llegó tanto. Realmente, la trama no tenía gran complejidad. Era un vecindario en el que unos y otros interactuaban de forma casi casual, llenando de sentido el haberse encontrado puerta con puerta.

Como si, de alguna manera, se necesitaran y ayudaran, con total reciprocidad o por instinto de supervivencia. Había en su protagonista una mezcla de la magistral experiencia de Tom Hanks, que no sé cuándo se ha hecho tan mayor, y el personaje que interpreta, que no sé cómo me conquistó en minutos, porque es un hombre más bien antipático, asocial, huraño y totalmente hastiado de la vida. A mi es que me va lo complicado.

Y encendiste mi motor con tan solo una caricia. Y, sin miedo a la caída, sexo lento a la deriva.

Había en él algo que tal vez hemos perdido la costumbre de encontrar. Y lloré de pena, por su historia y por la historia que los demás difícilmente viviremos. Y es que es tan raro, tan poco común, tan ajeno a la realidad ver a un hombre enamorado de verdad que este cascarrabias, amargado y desilusionado viejo me conmovió hasta el más profundo llanto.

Estraperlo de sonrisas. Negociando las miradas. Somos pura dinamita.

¿Qué nos está pasando para haber perdido la fe en el amor? ¿Cuándo nos hemos vuelto tan egocéntricos e individualistas para haber dejado de luchar, de verdad, por lo único que realmente da sentido a la vida? ¿Por qué nos importa más lo material, lo efímero, lo corpóreo que la intensidad y la maravilla de compartir nuestro ser y no nuestro tener?

Miraba en la gigante pantalla que preside mi gigante salón a ese hombre hundido reduciendo sus deseos a despertar abrazado a ella y pensaba en lo increíble que debe ser no tener una pantalla gigante a cambio de un amor que daría la vuelta a salones infinitamente mayores que el mío. Lo veía deseando la muerte porque sabía que, de todas las cosas que pueden hacerse por amor, no hay nada más absurdo que esperar. ¿Esperar a qué?

Al final, te lo hiciste de cine, pero duele igual.

Como me dijo Lu no hace mucho: lo que está para ti, aunque te quites y lo que no, ni aunque te pongas. Pues eso. Que me dio, me da, mucha pena. Son tantas las formas de perdernos lo que está para nosotros…que, casi en paralelo al pobre cascarrabias, me di cuenta de que no es cuestión de esperar, ni mucho menos desesperar. Porque como diría Velázquez, uy, Velasco, el único mantra es buenos momentos. Y ahí estaban esos vecinos. Con sus historias. Sus locuras. Sus peculiares formas de molestar. Su particular manera de convivir. Ahí estaban para, sin saberlo, cambiarle el paso al solitario con sus constantes interrupciones en sus deseos de morir. Con su espontáneo afecto. Su natural cariño y atención. Su simple presencia. Su necesaria forma de interactuar. Su arcaico trueque de favores y solidaridad. Su Fuenteovejuna. Sus buenos momentos que terminan inundando los días de todos ellos.

Y seguí llorando. Porque andaba buscando donde no era.

Por todas las veces que subimos y bajamos esa escalera. Por todas las cosas que guardan esos rellanos. Por cada confidencia y secreto de entreplantas. Por cada intimidad compartida sin intención. Por cada anécdota que mil veces recordamos y mil veces nos hace reír a carcajadas.

Estamos hecho de esas noches largas. De saltarnos las murallas.

Por los momentos que, entre coches, guarda ese garaje. Por lo absurdo de creer que ninguna cámara captó aquella entrada o salida. Por los trucos para evitar comentarios. Por los silencios incómodos. Y los olores que delatan a quien acaba de salir del ascensor. Por las charlas de patio de luces. Por los paseos en camisón y bata. Por los dramas que hemos vivido. Por los susurros junto a la ventana abierta. Por lo que no debimos, pero no pudimos evitar, escuchar. Por el puñadito de sal. Por subir a peinarse. O bajar a explorar otro armario. Por los buenos momentos que interrumpen los peores momentos. Porque no conocimos el 74, pero es nuestro punto de partida. Porque, a veces, el gran amor se esconde en muchos pequeños amores. Que, en realidad, son también grandes. Y, tal vez, no hay que buscar más. Tal vez está para mí, aunque a veces me quite. Tal vez, no hay algo que esperar. Y no hay más más historia que esa historiala historia de una escalera.

Y encendiste el calor, con tus manos fugitivas. Ya no hay miedo a la caída; sexo duro en la cocina. Olvidemos hoy que existe el mundo de alrededor.

 
 
 
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