- Blanca Jal
- hace 19 horas
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No entiendo por qué me dicen lo fuerte que soy, como una especie de halago. No quiero ser fuerte. Como si pensaran que porque en lugar de hundirme remo, me gusta remar. No me gusta. Me agota. Y sí, entiendo que, ante una misma situación, elegir afrontarla y vivirla con cierta alegría es lo más práctico. Lo más inteligente. Lo mejor para todos. Incluso para mí. Pero eso no significa que me guste la situación. Ni que no me importe o pueda con todo. A veces, preferiría la condescendencia que reservan a los que se victimizan por todo. Preferiría dejarme caer en los brazos de cualquiera dispuesto a sostenerme. Bueno, de cualquiera, no.

Decía San Agustín que el camino al infierno se siente como el cielo y el camino al cielo se siente como el infierno. No sé por qué camino voy, pero empiezo a estar muy harta de algunas de las piedras que me estoy encontrando. Y mucho más de los caminantes que se cruzan en algunos puntos. Nunca me ha dado miedo andar a solas. De hecho, lo disfruto bastante. Solía cruzar el Primo de Rivera a las 7 de la mañana, casi a oscuras y desierto, y llegaba a donde Bernardo con tiempo de sobra para el primer café. Solo. Con hielo. Después, le cogí ritmo al Retiro. Más tarde, a las cuestas toledanas. Y después, a Grafton Street. Y ahora evito la Avenida, pero la bordeo casi a diario. Andar es una fuente de inspiración y un desahogo que casi diría que necesito. Es mi manera de reciclar pensamientos. De dar forma a ideas. De reflexionar.
Pero hace demasiado calor para caminar estos días. Y lo estoy sustituyendo por conducir, que he descubierto que me produce un efecto parecido. El otro día Ponce me dijo que se notaba que me encantaba. ¿Conducir? Sí. Le miré raro. Hasta hace no mucho me daba terror. ¿En serio? No lo parece. Bueno, es que ahora que lo dices sí que me encanta.

Y me quedé pensando en todas las cosas que solían darme miedo y en todos los no puedo que solía creerme. En cómo han pasado a puedos sin darme apenas cuenta. Y en todos los kilómetros que he recorrido sin moverme del camino. Y es que este ha sido un año aterrador, pero revelador. Un año de avanzar con miedo, pero avanzar siempre. Echo la vista atrás y tal vez entiendo esa imagen que trasmito, aunque por dentro esté como un flan. Supongo que incomodarse es la única forma de crecer. Y ha sido, desde luego, un año incómodo. Muy incómodo. Nunca había afrontado los meses con tantos miedos. Y, para mi sorpresa, hemos superado cada uno de ellos sin problema ninguno. Nunca había llorado tanto, ni me había sentido tan vulnerable, ni tan perdida.

Y, sin embargo, cuánto me he reído también y cómo se esclarece el horizonte conforme avanzo. Ha sido una enorme liberación sacar del camino todo lo que no aportaba. Centrar el tiro y poner las prioridades en orden. Ha sido refrescante y divertido reencontrarme y limpiar el armario de todo aquello con lo que ya no me identificaba. Dejar de jugar a las casitas. Volver a jugar a la ruleta. Los simulacros de amor inesperados. Encontrar la belleza en la forma de pensar y no en la de vestir. Soplar mis velas teniendo el deseo delante. Liberarme de complejos y ataduras. Vivir el ahora. Redescubrir a Machado y a Bécquer. Descubrir a Benedetti.

“Si el corazón se aburre de querer, ¿para qué sirve?” Para nada, Mario, para nada. Por eso, ha sido bonito apagar la luz para encenderte. Vestirse pensando en desvestirte. Compartir el insomnio. No desaprovechar un desvelo. Dejar de hablar del amor. Hacerlo directamente. Tomar las riendas. Dejarme llevar. Emborracharse sin alcohol. Desafiar al código de buena conducta. Ser más señora en la calle. Más mamá en mi casa. Y más..en fin.
He estado en lugares que hacía años que no pisaba. Y en otros a los que jamás pensé que iría. He combinado el lujo de tres estrellas con el montadito en la playa. Los tacones con las chanclas. El decoro con el topless. He leído a Cervantes y a E.L. James. Créanme. Hay sitio para ambos. He dicho que no, cuando tenía que decir no. Y sí, cuando me ha dado la gana. Y Darwin se ha llevado por delante a todos los que no se han adaptado a estos cambios.
Pero estoy muy cansada. Y necesito el verano que me negué hace un año. El del aburrimiento. El de la soledad. El del tiempo para mí. Un verano sin eventos. Sin viajes. Sin compromisos. Sin reloj. Sin citas en la peluquería. Sin conciertos. Ni con ciertos. Sin vinos. Sin maquillaje. Sin cuadrar calendarios. Sin juicios. Ni negociaciones. Sin postureo. Sin comentarios. Sin comentaristas. Sin poner al buen tiempo malas caras. Sin estrellas Michelin. Ni estrellas fugaces. Sin trenes. Ni aviones. Sin hoteles. No soporto los hoteles. Sin sorpresas. No soporto las sorpresas. Y sin prisas. No soporto las prisas.

Necesito un verano de low profile. De ligar bronce. Guardar plata. Y no confundir la paja con el oro. Un verano sin piedras ni caminantes. Decía también San Agustín que algunos se aferran a su parecer no por verdadero sino por suyo. Pueden quedarse su parecer y compartirlo entre ustedes. Que esta etapa que se viene no me da miedo andarla a solas. Y si nos cruzamos, digan buen camino, y sigan adelante, sin interrumpir el mío.