¿Cómo te digo que se me queda corto?
- Blanca Jal
- 10 jun
- 3 Min. de lectura

Cuando vengas a Madrid, pedazo de guapa, voy a comerte la boca en la Puerta del Sol
¿Saben esa sensación o deseo de querer volver a su yo de veinte años y vivirlo con la experiencia de los cuarenta? Esas ocasiones en las que uno piensa el poderío tan enorme que le daría tener las circunstancias de esa primera juventud con el know how de la segunda…
La vida me ha regalado cuarenta y ocho horas que me han parecido un simulacro de ese deseo cumplido. Cuarenta y ocho horas top en las que, como un globo aerostático, subí, subí y subí. Y toda la flotabilidad que me elevó, en un repentino soplo de realidad, me estampó contra el suelo, con cesto incluido. Que, para colmo, me dio en la cabeza. Y, una vez más, me la puso del revés.

Niña, yo no soy gato, aunque al verte pasar...siete vidas menos me quedan al verte pasar
Y, aunque sigo un poco mareada del golpe, pienso en esos dos días y me estamparía una y mil veces, solo por volverlos a vivir. Volver a mis calles y mi gente. Mis sitios. Con ese GPS interno que me lleva de uno a otro aunque luego nunca sepa si es Ayala o Hermosilla. Esa vida nocturna en esa ciudad que jamás duerme. Esa salida de la cueva de moda a plena luz del día, porque la noche se nos ha quedado corta. Cruzar Colón con las sandalias en la mano. Y hablar con desconocidos. Robar unas flores de cualquier macetero. Y unos besos en cualquier portal. Terracear. Dormir lo mínimo. Cotillear lo máximo. Cenar sushi. Comer amatriciana. Cantar a pleno pulmón porque esas te las sabes todas. Bailar como si nadie estuviera mirando. Saber que están mirando. Atocha. Encuentros imposibles, pero posibles. Parar el tiempo. Reír hasta perder la voz. Llorar con las tres Gracias. Planear el próximo viaje. Dudar de que vayamos a cumplirlo. Ver lo lejos que hemos llegado. Lo cerca que estamos. Hablar hoy, como si hubiéramos hablado ayer. Confesiones adolescentes. Never ending stories.

Abrazos largos. Abrazos de verdad. Abrazos de años perdidos. La red de seguridad afianzándose por minutos. Anécdotas para el recuerdo. Humor del norte. Dejar el sur al sur. No extrañar el mar. Ni el mal. Comer una. Contar veinte. Volver a casa. Suena todo tan familiar. Tan cercano. Tan mío. Que nadie me llame Jal. Que no importe el apellido. Y aún así todos sepan de dónde vienes. Retirarse en el Retiro. Recorrer esas callejas secretas que te llevan de Ibiza a Alfonso XII en siete minutos. O te llevan al pasado en siete recuerdos.
¿Cómo te digo que se me queda larga, por muy bonita, elegante y preciosa que sea tu falda?
Y es que Madrid sabe a eso. A pasado. A violetas de la Pajarita. Y chocolate de San Ginés. Tan dulce. Tan denso. Tan apetecible. Y, a la vez, tan efímero. Que lo disfrutas el doble porque sabes que se acaba. Y, después del último sorbo, siempre te quedas con sed. Con un presente incómodo. Y un futuro incierto. Con ganas de más y nostalgia de ese cielo que todos dicen que es gris, pero María siempre decía que era el más azul que había visto. Y es que de Madrid, al Cielo. Aunque sea la única ciudad que, sutilmente, homenajea al ángel caído. Quizá por eso, sus rincones invitan al pecadillo venial. Ese por el que, en otros lares, se rasgan las vestiduras, bailando por bulerías. Pero en Madrid, se lo pasan por el chotis. Ese que ojala hubieras explotado a los veinte. Porque, ahora que has perdido el colágeno a cambio de sensatez, sabes, que ya no procede. Pero qué bien sientan, nena, cuarenta y ocho horas de simulacro en mi Madrid... ¿Cómo te digo que se me queda corto? Que a mí ya no me engañan... ¿Cómo te digo que esto, a ratos, me amarga, por mucho que digan que es Ancha, que es Honda, que es la calle Larga?

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