Historia de una escalera
- Blanca Jal
- 5 jun
- 4 Min. de lectura

Batallas calladas, silencios que matan y me dan la vida las noches prohibidas…
¿Alguna vez han hecho el amor en secreto, obligados al más estricto silencio, cuando por dentro solo querían gritar? Explotar. Llenar el mundo de envidia. De fuegos artificiales. De oxitocina en dosis descontroladas. Puede parecer difícil de llevar, pero es mucho mejor que gritar por cortesía cuando por dentro solo sientes silencio. Hastío. Quietud. Un profundo y doloroso nada.
Y, sin miedo a la caída, polvo lento en la cocina. Olvidaste que existía el mundo de alrededor.
Y es que hay emociones que salen o no salen. Como el llanto. Pero, a veces, hay que sacarlas, porque toca. Aunque sea forzando la máquina. Nunca he llorado el en cine. Al menos de verdad. Lo fingí, por primera vez, con Titanic. Porque sí, las mujeres fingimos. Con bastante realismo, por cierto. Me daba vergüenza ser la única de mis amigas que no hipaba de llanto con la muerte de Jack. Y eso que soy llorona, pero para otras cosas, qué sé yo. Las películas no me tocan la fibra.
Ayer, sin embargo, lloré de verdad con una película que me apareció en escena sin buscarla. Se me hizo un nudito en la garganta casi desde el principio. Y conforme avanzaba me fui contagiando hasta acabar llorando sin consuelo.
Era un poco de las de antes. Ya saben, de esas con personajes bien forjados, que tienen detrás una profunda historia vital. Quizá por eso me llegó tanto. Realmente, la trama no tenía gran complejidad. Era un vecindario en el que unos y otros interactuaban de forma casi casual, llenando de sentido el haberse encontrado puerta con puerta.

Como si, de alguna manera, se necesitaran y ayudaran, con total reciprocidad o por instinto de supervivencia. Había en su protagonista una mezcla de la magistral experiencia de Tom Hanks, que no sé cuándo se ha hecho tan mayor, y el personaje que interpreta, que no sé cómo me conquistó en minutos, porque es un hombre más bien antipático, asocial, huraño y totalmente hastiado de la vida. A mi es que me va lo complicado.
Y encendiste mi motor con tan solo una caricia. Y, sin miedo a la caída, sexo lento a la deriva.
Había en él algo que tal vez hemos perdido la costumbre de encontrar. Y lloré de pena, por su historia y por la historia que los demás difícilmente viviremos. Y es que es tan raro, tan poco común, tan ajeno a la realidad ver a un hombre enamorado de verdad que este cascarrabias, amargado y desilusionado viejo me conmovió hasta el más profundo llanto.
Estraperlo de sonrisas. Negociando las miradas. Somos pura dinamita.
¿Qué nos está pasando para haber perdido la fe en el amor? ¿Cuándo nos hemos vuelto tan egocéntricos e individualistas para haber dejado de luchar, de verdad, por lo único que realmente da sentido a la vida? ¿Por qué nos importa más lo material, lo efímero, lo corpóreo que la intensidad y la maravilla de compartir nuestro ser y no nuestro tener?
Miraba en la gigante pantalla que preside mi gigante salón a ese hombre hundido reduciendo sus deseos a despertar abrazado a ella y pensaba en lo increíble que debe ser no tener una pantalla gigante a cambio de un amor que daría la vuelta a salones infinitamente mayores que el mío. Lo veía deseando la muerte porque sabía que, de todas las cosas que pueden hacerse por amor, no hay nada más absurdo que esperar. ¿Esperar a qué?
Al final, te lo hiciste de cine, pero duele igual.
Como me dijo Lu no hace mucho: lo que está para ti, aunque te quites y lo que no, ni aunque te pongas. Pues eso. Que me dio, me da, mucha pena. Son tantas las formas de perdernos lo que está para nosotros…que, casi en paralelo al pobre cascarrabias, me di cuenta de que no es cuestión de esperar, ni mucho menos desesperar. Porque como diría Velázquez, uy, Velasco, el único mantra es buenos momentos. Y ahí estaban esos vecinos. Con sus historias. Sus locuras. Sus peculiares formas de molestar. Su particular manera de convivir. Ahí estaban para, sin saberlo, cambiarle el paso al solitario con sus constantes interrupciones en sus deseos de morir. Con su espontáneo afecto. Su natural cariño y atención. Su simple presencia. Su necesaria forma de interactuar. Su arcaico trueque de favores y solidaridad. Su Fuenteovejuna. Sus buenos momentos que terminan inundando los días de todos ellos.

Y seguí llorando. Porque andaba buscando donde no era.
Por todas las veces que subimos y bajamos esa escalera. Por todas las cosas que guardan esos rellanos. Por cada confidencia y secreto de entreplantas. Por cada intimidad compartida sin intención. Por cada anécdota que mil veces recordamos y mil veces nos hace reír a carcajadas.
Estamos hecho de esas noches largas. De saltarnos las murallas.
Por los momentos que, entre coches, guarda ese garaje. Por lo absurdo de creer que ninguna cámara captó aquella entrada o salida. Por los trucos para evitar comentarios. Por los silencios incómodos. Y los olores que delatan a quien acaba de salir del ascensor. Por las charlas de patio de luces. Por los paseos en camisón y bata. Por los dramas que hemos vivido. Por los susurros junto a la ventana abierta. Por lo que no debimos, pero no pudimos evitar, escuchar. Por el puñadito de sal. Por subir a peinarse. O bajar a explorar otro armario. Por los buenos momentos que interrumpen los peores momentos. Porque no conocimos el 74, pero es nuestro punto de partida. Porque, a veces, el gran amor se esconde en muchos pequeños amores. Que, en realidad, son también grandes. Y, tal vez, no hay que buscar más. Tal vez está para mí, aunque a veces me quite. Tal vez, no hay algo que esperar. Y no hay más más historia que esa historia…la historia de una escalera.
Y encendiste el calor, con tus manos fugitivas. Ya no hay miedo a la caída; sexo duro en la cocina. Olvidemos hoy que existe el mundo de alrededor.
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