- Blanca Jal
- 11 jun 2022
- 6 Min. de lectura
“Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores...”
Así comenzaba aquel poema de Borges que leíamos en el suelo de aquel ático que, en algún lugar de Bruselas, escondió una historia que duró lo que tenía que durar: poco.
Tantas veces lo leí después y, qué curioso, no soy capaz de recordar ninguna frase más. Caprichos de esta memoria selectiva que, por alguna razón no ha borrado aquel comienzo de mis apuntes de Historia que decían: “En el año 406 los Suevos, Vándalos y Alanos atraviesan el Rhin. Vienen empujados por los Hunos, pueblo bárbaro del este de Europa, liderado por Atila...” Anticipaba aquel párrafo un trágico final para el Imperio Romano. Como si, además de Historia, mis apuntes quisieran advertir a mi yo adolescente que incluso lo más grande se puede derrumbar cuando menos lo esperas.
Esta misma memoria ha olvidado cómo llegaron los Visigodos a España, durante qué años estuvieron por aquí y todo eso que hay que saber para el examen. Sí recuerdo, sin embargo, salir al patio a repasar, para fumar a escondidas y distraerme pensando en Gala Placidia.

Poco decían mis apuntes de esta mujer, con una vida tan fascinante como increíble, sobre todo en aquella época. Hija del emperador Teodosio I, fue secuestrada por el rey visigodo, Alarico I. Un secuestro de los de antes, con boda y todo. Alarico se la dio en matrimonio –así como el que reparte presas de caza menor –a su cuñado y sucesor, Ataulfo (sí, los nombres se las traen) y tuvieron un hijo, Teodosio –como el abuelo. Al parecer, Ataulfo la quería mucho y antes de morir ordenó devolverla a su familia. Total que Gala volvió a los romanos y sus hermanos, Arcadio y Honorio, que se habían repartido el imperio como el ajuar de la abuela, se la dieron en matrimonio al General Flavio Constancio, que se la quedó tan contento. Y juntos tuvieron a Valentiniano III (sí, hubo al menos tres madres que llamaron a su hijo así...), que más tarde también fue emperador.
Vamos, que así sin más, Gala Placidia era hija, hermana, esposa y madre de reyes y emperadores, como quien no quiere la cosa y sin salir demasiado en los libros de Historia. A mí, su vida me traía loca. Mucho más interesante que los apuntes. La Historia es claramente de los hombres. Quizá por eso hay quien dice que es muy aburrida.

El caso es que hoy estaba yo en ese mismo patio de mi adolescencia, fumando –sin escondidas –mirando desde la ventana a mi niña dormir en mi antiguo dormitorio y me he acordado de Gala Placidia. Y es que Zape, en una ocasión, me dijo muy serio que quería que la hermanita que iba a nacer se llamara Gala. Un nombre que juraría que él no había oído nunca antes.
Ay, Amelia, si los nombres realmente tienen la capacidad de hacer a las personas, Gala habría sido uno muy poderoso y lleno de historia. Aunque, pensándolo bien, no sé si esa es la historia que quiero para ti, mi niña.
Poco importa lo que yo quiera para ti. Tendrás la vida que tú elijas. No la que quiera yo. Pero te veo ahí dormida. Tan pequeña. Tan frágil. Y me encantaría llenarte de consejos que te ahorren años de trabajo –y disgustos –hasta llegar a ellos.
Querrás y admirarás enormemente a tu padre. No lo imagino de otra manera. Pero no eres hija de emperador. Puede que tus hermanos tengan cierto aire de grandeza y crean que Zaragoza pertenece a la familia o que nuestra residencia de verano es Casa de Campo, pero Zipi y Zape no son Arcadio y Honorio. Ni heredarán un imperio, ya te lo aviso. Es improbable que te cases con el cuñado de un secuestrador. O que llames a tu hijo Valentiniano.
Sea como sea tu vida, no apunta ahora mismo a aparecer en los libros de Historia. En todo caso, tu historia la tendrás que escribir tú. Tienes ante ti un futuro tan amplio que confío en que serás mucho más que la hija, la hermana, la esposa o la madre de alguien. Puedes ser todas esas cosas. Si quieres. Pero no dejes de ser tú. Por encima de todo.
Ojala nunca dejes de ser sujeto activo y te pierdas en la neblina de los complementos.

Ojala siempre sepas lo que vales y nada te haga cuestionártelo.
Ojala nunca te falle la autoestima, porque quererte a ti misma es imprescindible para querer todo lo demás. Y a todos los demás.
Eres preciosa. Y, aunque ahora no lo sabes, pronto lo descubrirás. Pero no seas solo preciosa. No te limites a lo lejos que te lleve tu apariencia. Tu belleza interior puede llevarte mucho más lejos. Tanto, que no lo sabrás hasta el final de tu vida. No llegues a ese final sin haberlo comprobado.
Tienes tantas opciones delante de ti, que me va a resultar difícil no intervenir conforme vayas eligiendo. Qué complicado será verte cometer errores y dejar que aprendas de ellos.
Equivócate cuanto necesites. Que aquí estaremos para ayudarte a levantarte. Pero, por favor, levántate. Cuando te equivoques. Cuando caigas. Cuando necesites recalcular. Levántate.
Levántate ante lo injusto. Ante lo que no te guste. Ante lo que no sea lo que esperabas. Rebélate. Empuja, como Atila. Revoluciona tu mundo, si es necesario, para volverlo a ordenar. No te conformes. Hazte oír. Que se sepa que estás presente.
Saluda alto. Saluda firme. Segura. No seas esclava de complejos absurdos. Ni víctima de las modas. Rodéate de buenos amigos. Pero no sigas a nadie que te haga caminar un paso por detrás. Ríete de ti misma. Disfruta de tu cuerpo. Y cuídalo mucho. Utiliza tu cabeza. Y alimenta tu alma. Son las tres únicas herramientas que tendrás para siempre. Es complicado vivir si alguna de ellas falla.
Así que baila. Corre. Suda. Cánsate. Proponte retos. Haz deporte. Todo el que puedas. Descubre el placer. Tanto como para encontrarle sentido a ciertas cosas. Pero no te pases. Hay una delgada línea entre la frescura que aporta el placer y la angustia que producen los vicios. Si la descubres, ya nos lo cuentas.
Lee. Llena tu mente de historias. De vidas. De experiencias. Empápate de literatura. De estructuras. Primero, aprende a leer. Y luego, aprenderás leyendo. Las palabras son las piezas con las que podrás nombrar y conocer tus emociones. Cuantas más domines, mejor sabrás cómo estás. Dónde estás. Lo que te pasa. Y mejor podrás expresarlo. Mejor te entenderás y te entenderán los demás. Lee tanto que te duelan los ojos. Piensa. Piensa mucho. Piensa bien. Piensa despacio. Y piensa rápido, cuando sea necesario. Habla. No te guardes lo que te pese o te duela. Esas cosas se hacen bola y acaban explotando. Pero no hables tanto que no dejes hablar. Escucha. En todas las conversaciones hay algo interesante que oír. No tengas la soberbia de creer que nadie tiene nada que enseñarte. El que aprende es el que gana.

Cree. Cree en Dios. En la forma y medida que tú decidas. Pero cuida tu alma. Llénala de virtudes. Aléjala de todo aquello que no te aporta. Cree en ti. Cree en tu futuro. Cree en un mundo mejor. Cree en la justicia. Cree en las personas. Cree, porque no hay nada más desolador que perder la fe.
Perderás la inocencia, seguro. Perderás el camino, quizá. Perderás la ilusión, a veces. Pero no pierdas la fe. Y siempre tendrás una vía para volver a tu esencia. Sé fiel a tu esencia. Sé fiel a ti misma. Sólo así, pase lo que pase, seguirás durmiendo como duermes ahora. Con toda paz.
Busca la paz en tu vida. Hazme caso en esto, al menos. La guerra es absurda. Agota. Te lleva a hacer cosas estúpidas. Te aleja de ti mismo. Y deja una factura que no podrás pagar. Cada vez que salgas de una pelea –porque las tendrás –comprobarás lo poco que has avanzado y lo mucho que te costará recuperarte, si es que lo consigues. Huye de esa dinámica. La guerra es para los cobardes. Si quieres desconcertarles, apuesta por la paz.
Sé que no puedo enchufarte nada de esto en un biberón. Sé que en la mayoría de las cosas no soy el mejor ejemplo. Sé que pronto pensarás que no tengo ni idea de la vida y que soy muy pesada. Pero ahí te lo dejo, para cuando despiertes. Mientras tanto, espero estar aquí para acompañarte, sea como sea tu vida.