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  • Foto del escritor: Blanca Jal
    Blanca Jal
  • 7 may
  • 4 Min. de lectura

Intentó una vez un sapo comerse una luciérnaga. El pez le advirtió: tú no comes luciérnagas, déjala. Volvió a intentarlo. Le volvió a advertir. No pudo evitar la tercera. El sapo se tragó a la luciérnaga y, una vez muerta, la escupió con asco. El pez preguntó: ¿por qué lo hiciste, si sabías que no te gustaba? El sapo respondió: porque brillaba.


Ahora que nos hacemos mayores y vivimos inmersos en juicios. Muchas veces, de moral. Y, algunas otras, en tribunales que no imaginamos que tendríamos que pisar jamás, convencidos, como estábamos, de haber hecho las cosas bien (parece que no tanto). Toca decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. A ti, tú lo sabes, desnuda te gusto más. Y, ahora, a mí también.

Que me obliga, cuando te canto, a tener mi garganta contenida (...) Escribirás, siempre tan sincera, que tu letra podré acariciar.

Pues bien, vamos con todo. Que ninguna mitad tiene sentido sin la otra. Y la verdad es que estoy agotada. Que me sostengo a base de café y nicotina. Aunque algunas noches la cambio por taninos. Y se me olvida pasar la llave. Me desmaquillo en la almohada. Y el café de las siete se queda en la basura del despacho, si las náuseas apremian y no llego al baño.


La verdad es que hago malabares con las cuentas y luego se me va la pinza porque yo lo valgo. Que tenemos muchas referencias y a ninguna me atrevo a preguntarle. Que les cuento lo que quieren oír de . Que estoy harta de consejos y faltas de confianza. Que hoy me ha dolido su sonrisa. Y he pensado en tu llanto. Que tampoco sé si es tan sincero como quieres que crea. Que no creo que quieras que crea nada. Que no sé en qué creer. Que me aferro a mi fe y me falta fe casi todos los días. Que me rebelo en la intimidad y doy la talla con balcones a la calle. Que no tengo balcón. Que ya no lloro. Que tengo ensayados los diálogos. Y el diálogo tranquilo. Que a veces quiero estar callada. Que no consigo acallar mis pensamientos. Ni quitarme de encima tu olor. Que quiero, pero no puedo defenderte. Querer y no poder, esa es la cuestión. Que esto me mata de pena. Porque a mí también, desnudo me gustas más.



Pero te empeñas en vestirte con esas horrendas y desfasadas galas de un personaje que, qué pena, no me gusta nada. Como el emperador del cuento. Incapaz de escuchar al niño que dice la verdad, en medio de la multitud que lo alaba. Que nada bueno obtiene de tantos aplausos y vítores. Que se aferra a oír el evangelio, pero no lo escucha. Que se deja llevar por la apariencia. Y se pierde las maravillas de la vida. Que lo invierte todo como Don Mendo. Y, al negro, todo lo pierde. Que carga en su frente las líneas del mal vivir y presume de bon vivant. Que se refugia en el sexo porque tiene miedo de hacer el amor. Que hace la guerra. Y no tiene ni idea de quién es el enemigo. Que, como Gila, lo disfraza con humor. Y se ríe de todo, aún cuando quiere llorar.


Y me da pena porque hay mucho bueno debajo de todo eso. Pero ¿Quién soy yo para saberlo?

Estamos hechos de esas noches largas. De saltarnos las murallas. Estraperlo de sonrisas. Negociando las miradas.

Y la verdad es que no hay verdad. Sólo formas de entenderla. La verdad es que el fin nunca justifica los medios. Pero también es verdad que da igual lo que hagamos si no miramos bien para qué lo hacemos. Para quién lo hacemos.



Y cuánto más agotada me siento, más tranquila y serena me veo. Más calmada. Más segura. Más triste, también. Porque hay en la verdad una extraña y solitaria sensación de abandono. De imparidad. De desconcierto. De desazón. De saber que, en esto, estamos solos. Que nadie será tu héroe. Y nunca podrás renunciar a tu esencia. Que tendrás que reservarla para ti. Porque no está al alcance de cualquiera.

En las horas muertas contra al paredón, me rozó un disparo de insatisfacción.

Así que si de verdad quieres la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad…prepárate para afrontarla. Vístete de humildad y sencillez. Domina tus bestias. Enfréntate a tus fantasmas. Llena tu cabeza de sueños y tu agenda de acciones. Pregúntate si cada paso te acerca o te aleja de tus objetivos. Ignora la felonía, pero no dejes que nadie te dé por hecho. Sigue los pasos de santo Tomás. De las siete vías, una y no más. Y aléjate de los juicios. Que todos, alguna vez, son víctima o verdugo. Y, como en 1984, cambian de un día a otro. Desconfía de la tibieza, pero no agotes toda tu dulzura. Mantener un puntito naive y ser capaz de sorprenderte también tiene su encanto. Trágate el sapo. Y brilla cuanto quieras. Que nadie es profeta en su tierra. Y esta tierra no es la tuya.

 
 
 
  • Foto del escritor: Blanca Jal
    Blanca Jal
  • 3 abr
  • 4 Min. de lectura
Te exhibes tan hermética. Niña triste hiperestésica, en tu forma de mirar. Sintética. Entre la multitud, mimética. Resultas tan eléctrica...

No sé cuántas veces me habrá dicho Parker y me seguirá diciendo tú no eres como ellos. Dice mi padre que él es medio tonto, pero como el mundo está repleto de tontos enteros, más o menos, le van bien las cosas. Pues eso, que yo me entero de lo que quieres decir, pero eso no significa que lo entienda al 100%, ni que no necesite tus constantes recordatorios. Y es que yo, my friend, soy como aquel poema que Mosieur Jenesaisquoi se empeñó en que me aprendiera y, peor, fuera capaz de pronunciar correctamente: Je suis comme je suis. Con lo jodidas que eran las jotas para la joven Jal. Y lo que yo odiaba el francés. Más aún después del cachondeo que generé un lunes que aparecí en clase y comenté que el finde me había hecho el francés. Pits, que no daba crédito, me hizo repetirlo. ¿Qué te has hecho quéeee? El francés, solté entusiasmada mostrando mi primera e impecable manicura. Se pueden imaginar el día que me dieron. Además de la recomendación de que, en adelante, la llamara la francesa. O me las pintara de rojo. Para evitar confusiones.



En fin, pues eso, que mi experiencia con el francés no es maravillosa, pero que je suis comme je suis y no tengo ninguna intención de ser como ellos, signifique lo que signifique.

Parker lo resume como una forma diferente de entender la vida. Las relaciones, sobre todo. Una especie de impronta norteña que me imposibilita para una adaptación plena a este pequeño y peculiar mundo en el que caí, por razones varias que hoy no vienen al caso. Ya me lo había dicho Beita hace muchos años. Pero teníamos entonces la protección de la capital con ese carácter cosmopolita que diluye las idiosincrasias y nos convierte en una especie de todo frente a los gatos. Que, como nunca te encuentras con uno de pura raza, terminas por identificarte con cualquiera que no lo sea.

¿Qué quieres que te diga? ¿Que mi vida va genial? ¿Que todo transcurre tal y como lo pensé, tal cual, sin más?

También me lo dijo don Ángel, pero de un canalla, que decía él que era poco pirata para tanto barco. Y el barco, para los de la Logse, era yo. Y yo no sé si soy un barco. En su caso, a la deriva, tantas veces, que me cuesta marcarle el rumbo. Pero hay una constante que, aunque me mantiene a flote, me ha hecho meterme en demasiadas tormentas que no eran para mí. A pesar de las cuales, me niego a soltarla. Porque no entiendo otra forma de gobernar mi vida que con total y absoluta lealtad.



Y, ¿saben? Esto me genera grandes conflictos. Porque empeñarse en no fallar a otros implica tragar con la decepción como parte del menú. Casi a diario. Porque ser leal hasta la muerte, muchas veces, te mata. Y, porque si uno es sólo medio tonto, le produce una gran frustración cuando siente que un tonto entero se la ha metido doblada. A veces, me gustaría al menos aclarar que sí, que me la han clavado, pero que sepan que lo vi venir, lo deje llegar y me la envainé. Y fui consciente en todo el proceso. Pero ¿de qué serviría? Pues eso.

Tú no eres como ellos. Resuena en mi cabeza y no consigo descifrarlo. ¿Qué quieres que le haga? ¿Qué no sea como soy? Imposible. ¿Que me mimetice? Pues no creas que no lo intento. Y, oigan, que no se me da mal. Pero me supone un esfuerzo tremendo. Me agota mentalmente. Me satura. Me desnaturaliza. Me desequilibra. Y yo, lo que más necesito, hoy por hoy, es equilibrio.

Confía en mí, ¿nunca has soñado poder gritar? y te enfureces. Es horrible el miedo incontenible.


Tú no eres como ellos. Me volverás loca con esas intrigas. Que no sé si es un halago. Una amenaza. O una sentencia. Que no sé cómo son ellos. Quiénes son ellos. Y que me pasará por no adaptarme.

Tú no eres como ellos. Yo qué sé. Yo soy como soy. Y, sí, sé que a menudo parezco tonta. Que parece que no me entero. Que me quedo atrás. Que lo dices por mi bien. Que te preocupas. Y crees que ves mis caídas antes que yo misma. Sólo quiero que sepas que te lo agradezco. Que a mí también me preocupa. Y que veo las caídas tan temprano como tú. A veces, antes. Pero no me importa. O sí, me importa. Me duelen. Me quiebran. Me achican. Pero me compensan. O no. No soy capaz de evaluarlo. Porque sé que me quedan unas cuantas. Simplemente, las acepto. Porque yo soy como soy. Y puedo cambiar muchas cosas. De hecho, he cambiado muchas cosas. Pero hay otras, Parker, que no sé si vendrán del norte, de mi diáspora familiar, de la experiencia vital o de una infancia peculiar, pero se van a quedar pegadas a mí, haga lo que haga. Y, entre ellos, habrá quien las utilice y deseche y quien las aprecie y abrace. Mientras no me falten abrazos, siempre seré como soy, amiga mía.

Esta noche, te invito a mi fiesta. Tendremos música, chicles y luces tecnicolor. Te espero sentada en la silla del despacho azul. Bebiendo Fanta Naranja y Colajet de limón.

 
 
 
  • Foto del escritor: Blanca Jal
    Blanca Jal
  • 31 mar
  • 6 Min. de lectura

Paseando por la playa, vio a un hombre que se agachaba en la orilla y lanzaba algo al mar. Se acercó curioso y preguntó ¿qué haces?

Él respondió: devuelvo estrellas al mar. Se han quedado varadas y, si no las lanzo de vuelta, morirán.

El paseante respondió: y ¿para qué? ¿No ves que hay cientos de ellas en la arena y cientos de playas llenas en la misma situación? Por más que intentes salvar a algunas, no marcarás la diferencia…

El hombre, cogió otra estrella, la lanzó lo más lejos que pudo y le dijo: para ella, sí he marcado la diferencia.


Haz el bien y no mires a quién, dice el refrán. Sólo Dios es omnipotente. No importa cuanto te esfuerces, no podrás hacer todo el bien, ni tampoco a todos. Pero, para algunos, tantos como puedas, marcarás la diferencia. Y eso, señores, es lo que el mundo necesita. Buenas personas. Personas buenas. Personas que se equivocan. Que yerran. Que no son infalibles. Que fallan. Que caen. Que lo intentan, con o sin éxito, pero no desisten. Que son, porque quieren serlo, buenas. Y no se dejen llevar por la demagogia, el bien no es discutible. No se mide en escala de grises. Y está al alcance de todos. Todos los días. En todos nuestros actos. El bien no es selectivo. Ni mirado. No elige para quien va. Sino de quien viene. Y viene de ti. Si quieres que venga. ¿Se imaginan al árbol limitando su oxígeno o la sombra que proyecta por considerar que quien se acomodó bajo ella no lo merece?

Está en su naturaleza dar oxígeno y procurar sombra. Y, como tal, lo acepta. Y está en tu naturaleza ser bueno. De ti depende aceptarlo. Y ser bueno no es ser tonto. Aunque, a veces, haya que parecerlo, que tampoco va mal. No es pensar en la recompensa. Aunque tiene muchas. Especialmente la serenidad y la calma que produce. El bien está a tu disposición en cada pequeña acción que acompaña a tu día. En cada persona que se cruza en tu camino. Es el mayor acto de libertad que tienes delante. Y el mejor liberador de oxitocina que puedes consumir. El enemigo del bien no son los grandes males. Como no mato, soy bueno. Pues no, my friend. El enemigo del bien, son los pequeños males a los que no renuncias por elegir pequeños bienes. Especialmente, en la omisión. El bien no está en las grandes acciones. En donaciones millonarias o misas y rosarios encadenados. No seré yo quien les invite a renunciar a la oración. Oren al gusto. Pero no limiten su bondad a los rezos y alardes públicos de buenos cristianos. Que, pocas cosas enfadaron más al Señor, que los excesos de los fariseos. El bien es discreto y sutil. No se limita a los templos. Lo tienes en casa. En la calle. En ese ceda el paso. En esa mano que se levanta cuando cruzas un paso de cebra. El bien no entiende de alardes ni reconocimientos. No le importa el lugar ni el tamaño.

Y es que hay tanto bien en tantas pequeñeces, que uno elige cuántas sumar para marcar la diferencia. El bien está en tu sonrisa. En la alegría con la que saludas. En la ilusión que pones a tu trabajo. En el cariño con el que preparas un desayuno. En la energía con la que subes las escaleras. En tus manos. En lo que tocas con ellas. En cómo lo tocas. En tus caricias. En tus oídos. En cómo interpretas lo que escuchas. En tu boca. En lo que dices. En cómo lo dices. En lo que besas. En cómo lo besas. En tu esfuerzo. En tu disposición. En tu manera de superar las dificultades. En tu tiempo. En dedicarlo, que no perderlo, hacia los demás. El bien está en tus renuncias. En mantenerte firme ante la pereza. La gula. La lujuria. La ira. Y en saber compartir esa pereza. Esa gula. Esa lujuria. Incluso esa ira. Cuando te levantas contra lo que no está bien. Cuando alzas la voz y tienes la valentía de decir por aquí no paso. Delante de mí, esto no. Conmigo, así, no contéis. El bien está en no dejar que el cansancio te pare. Y saber parar a descansar. En exigirte. En exigir. Y saber relajar la exigencia. El bien está en el equilibrio al que Aristóteles llamaba virtud.

El bien está en el silencio. En la reflexión. En el propósito de mejorar. En la atención. En tomar nota de los ejemplos que nos rodean. En no dejarse llevar por los que nos alejan de él. En la humildad de no juzgar. De no clasificar. De no creer que no tienes nada que aprender. El bien está en la inocencia. Y en la experiencia. En tu risa. Cuando la contagias. Y cuando acompaña a alguien que la necesita. En tu agradecimiento. En tu rutina. En tu ocio. En tu puntualidad. En tu respeto por el tiempo de otros. En tu sinceridad. En tu amabilidad. En tus palabras. En saber escoger las que, sinceras, son a su vez empáticas. Constructivas. Conciliadoras.

El bien está en cada decisión. En cada rincón. En cada detalle. En tu soledad. En tu orden. En tu desorden. En tu flexibilidad. En tus lágrimas. En tu dolor. En convertirlo en ocasiones para el perdón. Para el crecimiento y el desarrollo personal. Para ser espejo en quien otros se miren. El bien está en nuestros niños. Que, de verdad, no tienen maldad. Y toda la que muestran es puro aprendizaje. ¿Qué les estamos enseñando? También en la responsabilidad está el bien. El bien está en ti y cada vez que lo eliges se hace más fuerte. Como aquella historia asiática sobre los dos lobos. ¿Quién ganará? Aquél a quien alimentes mejor. El bien, como el dinero, llama al bien. Y, como los vicios, crea adicción. Y, como todo entrenamiento, mejora con la práctica. El bien no se improvisa. Se elige. Se practica. Se desarrolla. Se perpetúa. Se contagia. Se convierte en una forma de ser. Una forma de vida. De la que, si todos participáramos, no querríamos bajar jamás.

El otro día hablábamos de nuestro funeral. Parecer ser que, en determinadas circunstancias, uno puede verlo después de morir. No sé si será cierto. Hablábamos de cuántas personas irían. Cómo sería. Qué se diría de nosotros. Se dirán muchas cosas. Tengamos el funeral que tengamos, se acordarán de nosotros un par de generaciones más. Quizá tres o cuatro. No mucho más, ya lo siento. Nos mencionarán por nuestros logros. Nuestro apellido. Nuestra herencia. Nuestros genes. Saldremos en las conversaciones menos pensadas por nuestras anécdotas. Por nuestra picardía. Quizá algún biznieto lleve nuestro nombre. Tal vez, tenga nuestro mentón. O nuestros ojos. Puede que una nieta herede los pendientes de tu boda y lo mencione cualquier tarde de julio. Pero si nunca nadie te recuerda por el bien que hiciste, es que no has entendido de que iba la peli. Perderás el pelo. Tendrás arrugas. Se te caerán las tetas. Te ensancharás o menguarás. Perderás la cabeza. El sentido de la orientación. O te partirá un rayo, como a mi bisabuelo. Que encima sobrevivió. Gracias a lo cual, existo. Te fallarán las piernas. Vivirás pegado a una bombona de oxígeno o a una bolsa, un pastillero semanal o pasarás los martes en diálisis. Lo único que tienes hoy, mañana y después de ti es el bien que haces. El bien que harás. Y el bien dejarás en la memoria de quienes te rodean, sin importar si lo merecen o no. Así que, no pierdas en tiempo, que hay mucho bien que hacer aquí y ahora. Y lo tienes exactamente delante de ti. O más bien, dentro de ti. Ponte las gafas de ver bien. Que ya lo dice el refrán, piensa bien y acertarás. Y si creen que lo he escrito mal, vuélvanlo a leer, hasta que cambien de opinión.

 
 
 
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