Y no mires a quién
- Blanca Jal
- 31 mar
- 6 Min. de lectura
Paseando por la playa, vio a un hombre que se agachaba en la orilla y lanzaba algo al mar. Se acercó curioso y preguntó ¿qué haces?
Él respondió: devuelvo estrellas al mar. Se han quedado varadas y, si no las lanzo de vuelta, morirán.
El paseante respondió: y ¿para qué? ¿No ves que hay cientos de ellas en la arena y cientos de playas llenas en la misma situación? Por más que intentes salvar a algunas, no marcarás la diferencia…
El hombre, cogió otra estrella, la lanzó lo más lejos que pudo y le dijo: para ella, sí he marcado la diferencia.
Haz el bien y no mires a quién, dice el refrán. Sólo Dios es omnipotente. No importa cuanto te esfuerces, no podrás hacer todo el bien, ni tampoco a todos. Pero, para algunos, tantos como puedas, marcarás la diferencia. Y eso, señores, es lo que el mundo necesita. Buenas personas. Personas buenas. Personas que se equivocan. Que yerran. Que no son infalibles. Que fallan. Que caen. Que lo intentan, con o sin éxito, pero no desisten. Que son, porque quieren serlo, buenas. Y no se dejen llevar por la demagogia, el bien no es discutible. No se mide en escala de grises. Y está al alcance de todos. Todos los días. En todos nuestros actos. El bien no es selectivo. Ni mirado. No elige para quien va. Sino de quien viene. Y viene de ti. Si quieres que venga. ¿Se imaginan al árbol limitando su oxígeno o la sombra que proyecta por considerar que quien se acomodó bajo ella no lo merece?

Está en su naturaleza dar oxígeno y procurar sombra. Y, como tal, lo acepta. Y está en tu naturaleza ser bueno. De ti depende aceptarlo. Y ser bueno no es ser tonto. Aunque, a veces, haya que parecerlo, que tampoco va mal. No es pensar en la recompensa. Aunque tiene muchas. Especialmente la serenidad y la calma que produce. El bien está a tu disposición en cada pequeña acción que acompaña a tu día. En cada persona que se cruza en tu camino. Es el mayor acto de libertad que tienes delante. Y el mejor liberador de oxitocina que puedes consumir. El enemigo del bien no son los grandes males. Como no mato, soy bueno. Pues no, my friend. El enemigo del bien, son los pequeños males a los que no renuncias por elegir pequeños bienes. Especialmente, en la omisión. El bien no está en las grandes acciones. En donaciones millonarias o misas y rosarios encadenados. No seré yo quien les invite a renunciar a la oración. Oren al gusto. Pero no limiten su bondad a los rezos y alardes públicos de buenos cristianos. Que, pocas cosas enfadaron más al Señor, que los excesos de los fariseos. El bien es discreto y sutil. No se limita a los templos. Lo tienes en casa. En la calle. En ese ceda el paso. En esa mano que se levanta cuando cruzas un paso de cebra. El bien no entiende de alardes ni reconocimientos. No le importa el lugar ni el tamaño.
Y es que hay tanto bien en tantas pequeñeces, que uno elige cuántas sumar para marcar la diferencia. El bien está en tu sonrisa. En la alegría con la que saludas. En la ilusión que pones a tu trabajo. En el cariño con el que preparas un desayuno. En la energía con la que subes las escaleras. En tus manos. En lo que tocas con ellas. En cómo lo tocas. En tus caricias. En tus oídos. En cómo interpretas lo que escuchas. En tu boca. En lo que dices. En cómo lo dices. En lo que besas. En cómo lo besas. En tu esfuerzo. En tu disposición. En tu manera de superar las dificultades. En tu tiempo. En dedicarlo, que no perderlo, hacia los demás. El bien está en tus renuncias. En mantenerte firme ante la pereza. La gula. La lujuria. La ira. Y en saber compartir esa pereza. Esa gula. Esa lujuria. Incluso esa ira. Cuando te levantas contra lo que no está bien. Cuando alzas la voz y tienes la valentía de decir por aquí no paso. Delante de mí, esto no. Conmigo, así, no contéis. El bien está en no dejar que el cansancio te pare. Y saber parar a descansar. En exigirte. En exigir. Y saber relajar la exigencia. El bien está en el equilibrio al que Aristóteles llamaba virtud.

El bien está en el silencio. En la reflexión. En el propósito de mejorar. En la atención. En tomar nota de los ejemplos que nos rodean. En no dejarse llevar por los que nos alejan de él. En la humildad de no juzgar. De no clasificar. De no creer que no tienes nada que aprender. El bien está en la inocencia. Y en la experiencia. En tu risa. Cuando la contagias. Y cuando acompaña a alguien que la necesita. En tu agradecimiento. En tu rutina. En tu ocio. En tu puntualidad. En tu respeto por el tiempo de otros. En tu sinceridad. En tu amabilidad. En tus palabras. En saber escoger las que, sinceras, son a su vez empáticas. Constructivas. Conciliadoras.
El bien está en cada decisión. En cada rincón. En cada detalle. En tu soledad. En tu orden. En tu desorden. En tu flexibilidad. En tus lágrimas. En tu dolor. En convertirlo en ocasiones para el perdón. Para el crecimiento y el desarrollo personal. Para ser espejo en quien otros se miren. El bien está en nuestros niños. Que, de verdad, no tienen maldad. Y toda la que muestran es puro aprendizaje. ¿Qué les estamos enseñando? También en la responsabilidad está el bien. El bien está en ti y cada vez que lo eliges se hace más fuerte. Como aquella historia asiática sobre los dos lobos. ¿Quién ganará? Aquél a quien alimentes mejor. El bien, como el dinero, llama al bien. Y, como los vicios, crea adicción. Y, como todo entrenamiento, mejora con la práctica. El bien no se improvisa. Se elige. Se practica. Se desarrolla. Se perpetúa. Se contagia. Se convierte en una forma de ser. Una forma de vida. De la que, si todos participáramos, no querríamos bajar jamás.

El otro día hablábamos de nuestro funeral. Parecer ser que, en determinadas circunstancias, uno puede verlo después de morir. No sé si será cierto. Hablábamos de cuántas personas irían. Cómo sería. Qué se diría de nosotros. Se dirán muchas cosas. Tengamos el funeral que tengamos, se acordarán de nosotros un par de generaciones más. Quizá tres o cuatro. No mucho más, ya lo siento. Nos mencionarán por nuestros logros. Nuestro apellido. Nuestra herencia. Nuestros genes. Saldremos en las conversaciones menos pensadas por nuestras anécdotas. Por nuestra picardía. Quizá algún biznieto lleve nuestro nombre. Tal vez, tenga nuestro mentón. O nuestros ojos. Puede que una nieta herede los pendientes de tu boda y lo mencione cualquier tarde de julio. Pero si nunca nadie te recuerda por el bien que hiciste, es que no has entendido de que iba la peli. Perderás el pelo. Tendrás arrugas. Se te caerán las tetas. Te ensancharás o menguarás. Perderás la cabeza. El sentido de la orientación. O te partirá un rayo, como a mi bisabuelo. Que encima sobrevivió. Gracias a lo cual, existo. Te fallarán las piernas. Vivirás pegado a una bombona de oxígeno o a una bolsa, un pastillero semanal o pasarás los martes en diálisis. Lo único que tienes hoy, mañana y después de ti es el bien que haces. El bien que harás. Y el bien dejarás en la memoria de quienes te rodean, sin importar si lo merecen o no. Así que, no pierdas en tiempo, que hay mucho bien que hacer aquí y ahora. Y lo tienes exactamente delante de ti. O más bien, dentro de ti. Ponte las gafas de ver bien. Que ya lo dice el refrán, piensa bien y acertarás. Y si creen que lo he escrito mal, vuélvanlo a leer, hasta que cambien de opinión.
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