- Blanca Jal
- 26 mar
- 4 Min. de lectura
Dicen que hay, bueno o malo, dicen que hay más o menos...dicen que hay algo que tener...y no muchos tenemos. Estadio Azteca. Calamaro.
Decían que era impaciente. Impulsiva. Ansiosa. Decían que lo quería todo para ayer. Que no sabía esperar. Que odiaba la incertidumbre y todo lo que no dependiera de mí. Decían, entre risas, que no soportaba que mi madre respondiera “ahora mismo” y yo gritaba “ahora mismo, no. ¡Ahora!” porque el mismo me sonaba lejano. Y solo el ahora me parecía realmente inmediato.
Decían. Decían. Y lo siguen diciendo. Que digan lo que quieran. Los niveles de paciencia que me gasto no los conoce nadie. Tengo un aguante infinito. Yo que tenía un resorte que saltaba a la mínima, me he convertido en un ser tan zen que se puede estar hundiendo el suelo y ni me despeino.
Yo, que pasaba del silencio al grito, puedo mantener el tono inalterable ante casi cualquier situación. Ultimamente, he vivido escenas en las que antes habría saltado por los aires con una templanza tal que ni me reconozco. Yo sé, Urquijo, que te reirás de mí, pero te juro que en esos momentos es donde más percibo mi capacidad para salir del plano y verlo todo como un mero espectador.

Y no es que ya no me ponga nerviosa, es que estoy curada de espanto. Como si el último año me hubiera preparado para observar impasible que todo es posible. O como si, de alguna manera, supiera, con certeza, que todo tiene un sentido. Que, al final, todo saldrá bien y si no ha salido bien es porque no es el final. Me hacen feliz y me dan paz cosas de lo más sencillas. Cosas, que no son imprescindibles, pero me dan una maravillosa sensación de control sobre situaciones que, claramente, no puedo -y ahora tampoco quiero- controlar. Mejor, porque no las controlo. Aún peor, a ratos, no me controlo.
Y me encantaría perder el control si no tuviera que lidiar conmigo misma cada vez que me pasa. Si de verdad me quieres un poco, Urquijo, aquí no te reirás porque no te imaginas el machete que me da el alter ego y la presión a la que somete a mi débil conciencia. Y lo absolutamente ultra que me invita a ser, para que no caiga de nuevo. Como si, desde el día en que te mordió un perro, decidieras que jamás volverás a acariciar a uno. Por adorable que parezca.
Y no es algo racional, es puramente físico. Viene del estómago, que es el segundo cerebro. Viene con náuseas, pinchazos, y una retahíla de mecagoenlaleches intermitentes que me acompañan allá donde vaya. Que interrumpen mis líneas de Excel. Que se cuelan en mis explicaciones sobre el contacto visual y entre los elementos de mis balances de situación. Que me hacen sentir que doña Blanca es un fake. Y me desubican a lo largo de mis rutinas. Esas que tanto orden y control me producen.

De niña, salí con mi padre a comprar chuches y me enganché con una piruleta gigante. Era preciosa. Enorme. Roja. Brillante. Con forma de corazón y unas letras en blanco que decían I love you.
Daddy’s girl. La pirueta fue mía. Era de un caramelo intenso. No como las pequeñas. Y las letras tenían una textura que, hoy por hoy, no puedo soportar. Pasé toda la mañana pegada a mi piruleta. Esas letras no desaparecían nunca. Y yo empeñada en borrarlas. En poder con ella. Era una niña batallando con una piruleta que, desde el principio, supo que no la vencería. Tras horas de intentos, acabó en la cocina, con exactamente el mismo aspecto que al comprarla, como si nadie la hubiera tocado. Y yo…yo acabé en el baño. Y en la cama. Dos días intensos de vómitos. Y ese I love you intacto me venía a la cabeza en cada asalto en que mi cuerpo luchaba por deshacerse de esa textura. Cada vez que veo esas piruletas gigantes me cuesta trabajo no revivir la escena.
Y el problema es que no recuerdo el placer de darle lametazos a una piruleta. Solo recuerdo el horror de mi pequeño estómago expulsando cada mililitro. Solo siento asco. Culpa. Arrepentimiento. Vergüenza. Un malestar tan intenso y real como si el tiempo no hubiera pasado y ese desagradable I love you siguiera en mí.
I hate you. Mis hijos llevan meses tanteando unos adoquines del Pilar con ese mismo caramelo y no puedo soportar mirarlos cuando los sacan.
Dicen que hay, dicen que hay un mundo de tentaciones. También hay caramelos con forma de corazones.
Y digo yo, ¿no podría existir un término medio? ¿No podría tener yo el privilegio de enfrentar las cosas con mesura? O no enfrentarlas y punto. ¿No podría conformarme con lo sencillo, lo medible, lo controlado? Y mira que rezo. Cada día más. Y me pongo en sus manos. Pero no aprendo. Como el hijo pródigo. Juzgado por su hermano. Abrazado por su padre. Que siempre lo recibe, como quien sabe que en el pecado llevas la penitencia.
Como quien sabe que caeremos mil veces en la misma piedra. En forma de corazón. O de sonrisa. Esa que hoy no consigo mostrar porque me mata la culpa. Esa que sale como en los cómics junto a un te lo dije. Te lo dije yo a ti. Lo sabía. Lo sabía. Lo sabía. Por mi culpa. Por mi culpa. Por mi gran culpa.
Decían que era impaciente. Impulsiva. Ansiosa. Decían bien. Que digan lo que quieran. Y yo haga lo que deba. O lo que pueda. O lo que me salga de las canciones.
De grande me volvió a pasar lo mismo. Pero ya estaba duro mucho antes.