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La última comunión

  • Foto del escritor: Blanca Jal
    Blanca Jal
  • 12 mar
  • 3 Min. de lectura
Me dejé la vergüenza olvidada en el fondo del vaso en el último bar.

Entiendo que el mundo no gira en torno a mí y que a la naturaleza no le importan mis planes. Pero estos días de lluvia interminable me están resultando un contratiempo para muchos de ellos. Y, digo yo, ¿no podían venir las cosas en pequeñas diócesis, perdón, dosis? En esta etapa multitarea que manejo, el diluvio universal que me acompaña es un despropósito. No puedo hacer ni la mitad de las cosas que querría. O, corrijo, tengo que hacerlas en condiciones mucho más incómodas.

Aquel día amenazaba más tormenta y la tormenta no se hizo de rogar.

No es que me moleste la incomodidad. Es el único medio para salir de la zona de confort y, por tanto, crecer. Pero es que entre lo incómodo y el riego constante, voy a terminar creciendo demasiado. Y ya se sabe que a mayor altura, más fuerte es la caída.

Pero, Carpe Diem, esta que me viene va a ser grandiosa. Colosal. Inevitable. Histórica. Fulminante. Verídica. Interesante. Aterradora. Fascinante.

Y cuando me encuentren clavada en la calzada bordeada en tiza, seguiré tan descentrada que probablemente solo me fije en si el dibujante hizo justicia a mi figura. Esa que, a día de hoy, me obsesiona y me da igual, a partes iguales.

Tengo al yo racional descolocado. Recula, me dice. Y yo: sí, sí, ahora voy. En esos ahoras que responden los niños cuando les dices que se duchen o se vayan a la cama.

Ahora. Qué concepto tan específico y abstracto. Ahora que la adolescencia es un septiembre lejano. Un verano inacabado. La luz de la ventana azul, que siempre estaba abierta. Para no dejar que el humo la vuelva amarilla. Para dejar que el diluvio entre en la habitación. Para mantener el frío como quien mantiene una buena chimenea. Para recordarte que no te acomodes ni reclines el  asiento.

Y fundidos de lluvia impotentes, miramos al cielo queriendo entender por qué este brutal aguacero.

Si te duermes, no sabes a qué hora ni dónde podrías despertar. Pero te vas a dormir y lo sabes. Porque estás agotada. Y porque dormir es de las formas más bonitas y placenteras que tenemos para huir hacia delante. Porque dormidos no podemos pecar, dijeron el domingo en misa. Y a mí me entró un poco la risa. Aunque luego lloré, como casi siempre. Risa de misa, solíamos llamarlo Silvia y yo. No saben ustedes hasta dónde podemos llegar soñando. Pecar es de lo menos grave que en mis sueños puedo hacer. Y, al despertar, echo balones fuera y culpo al subconsciente. Que es la forma más consciente de la ausencia de conciencia.


Pero ya lo decía Borges, si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores. Tal vez ya estamos en la próxima y vamos a meter la pata hasta sus últimas consecuencias. Hasta el ultimo minuto. Hasta la última calada. El ultimo aliento. Y la última comunión. Hasta que el diluvio nos cale los huesos. Y nos arrugue los dedos de los pies. Hasta estar tan empapados que no sepamos si es lluvia o son lágrimas lo que corre por tu cara. Una lluvia violenta y salvaje. Hasta hacernos dudar de si existe Dios. Y caerá grandiosa. Colosal. Inevitable. Histórica. Fulminante. Verídica. Interesante. Aterradora. Fascinante.

Y caerá, como caemos todos. Como esas torres más altas. Como chuzos de punta. Como los grandes imperios. Como cae la noche. Y la manzana de Newton. Como cayó Eva en el Paraíso. Y cayó Adán en Eva. Como todo lo que sube. Y todo lo que descuidas. Como el cortisol en un largo abrazo. Si tenemos que caer, al menos, que nos pille justo ahí. Ya dejará de llover cuando sea. Que el mundo no gira en torno a ti y a la naturaleza no le importan tus planes. Amén.

 
 
 

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