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  • Foto del escritor: Blanca Jal
    Blanca Jal
  • 7 mar
  • 4 Min. de lectura

En los tiempos de Unizar, el Capitán solía decirme que tenía los ojos amarillos. Y que era totalmente impar. Me picaban ambas cosas. Tenía los ojos azules, con unas rayitas amarillas, pero en conjunto, azules. Y no me sentía nada impar. Simplemente creía que pareaba con poca gente. Y, la verdad, para mí era un alivio. Había, hay, mucha gente que me sobra. Y lo digo sin acritud. Es sólo algo que me ocurre.

Veinte años después, Capitán, tenías razón: las rayas amarillas se han apoderado del azul y empiezo a asumir eso de tener los ojos verdes, que no lo son, pero lo parecen, por un principio muy simple de la mezcla que sale entre los primarios azul y amarillo.

Tú sabes que te va a alcanzar. Y que, a veces, lo mereces. Y nunca es para tanto. Lo harías otros veinte años más.

Y en cuanto a ser impar, cada vez lo veo más claro. Y cada vez lo llevo mejor. Uno es como es. Y si es uno, uno es. No puede ser dos. No vayan a creer que eso me vuelve asocial ni nada parecido. Me gusta la gente. Me encanta mi gente. Los busco y me gusta que me busquen. Me requeteencanta hablar. Soy mala escuchando, pero lo intento. Me agrada compartir. Y agradezco que me compartan. Pero también disfruto -a veces, demasiado -la soledad. Me entretiene pensar. Imaginar. Divagar. Me gustan mis propias reflexiones. Cada vez confío más en mi instinto. Y ya no me asusta quedar mal. Ni me molesto en dar explicaciones. Me he vuelto un poco desconfiada. Pero creo que está totalmente justificado. Y, sin embargo, he elevado la confianza en mí misma a niveles de esos tiempos de Unizar. O más.

Como si pudiera desafiar a la ley del embudo de la que tanto nos hablaba mi padre de niños. La vida es un embudo, empezáis en la parte ancha y, vuestras decisiones, la estrechan. Vosotros elegís si queréis tener más o menos opciones, hay puertas que si las cierras hoy, no se volverán a abrir. Mi padre dice muchas cosas cíclicas. Nos las ha repetido cientos de veces. El notable es de mediocre. Solo hay dos tipos de dinero: el que te sobra y el que te falta. Ignora el que te sobra, ocúpate del que te falta. Trabajas para ti. Los hijos que no tengas tú los tendrán otras y ocuparán su lugar. A mí, con 15 años, me parecía tremendamente injusto que me responsabilizara, en casi todas las comidas, del descenso de natalidad.

Ya se ha dormido la ciudad. Y quedamos los de siempre.

Como era una impertinente un día le dije que si quería que me pusiera a ello, para resolver lo de la baja ratio de hijos por mujer. No volví a hablar en las siguientes 3000 veces que sacó el temita. Lo cierto es que tenía razón. Han nacido 200.000 niños menos este año que aquél. No me siento responsable, que yo tengo 3. Y eso que soy impar y tengo los ojos amarillos. Y Mendel me ha dado uno que va por el mismo camino.

Espero que sólo por el de los ojos. Porque ser impar tiene muchos inconvenientes. El mundo está diseñado en pares. Nadie mancha el exprimidor por un zumo de media naranja. Y es que todo está pensado en paquetes de pares. Como los cromosomas. Los viajes familiares. Los asientos de los coches. Las mesas de los restaurantes. Las camas dobles. Las ofertas del supermercado. Como las habitaciones de hotel. Que las pagas igual.

Lo impar no encaja. Pero existe. Y los pares no pueden negarlo. Como en el cuento de Cuadradito. Por cuatro esquinitas de nada. Cuatro esquinitas tiene mi cama. Y a los cuatro angelitos, que me la guardan, los tengo ahora mismo en la parra.


Así que aquí estoy, frente al damero, pasando del blanco al negro; del negro al blanco, jugando un solitario al que ganaré y perderé inevitablemente. Intentando combinar el picardías con las bragas de cuello vuelto. Emborrachando a la niña buena y conteniendo a la descarada. Aparcada frente a una puerta que me dirá mañana lo que debí saber ayer. Entrando en coma a plena luz. Y desvelada en las madrugadas. Alimentando mi cuadriculada puntualidad y orden. Y rompiendo la baraja a la hora menos pensada. Y, como impar que se precie, me miro desde fuera, para descojone de Urquijo. Y me pregunto, de tanto en tanto, ¿a ti qué narices te pasa? Pasa la vida. Y no quiero vida de pasa.

Peón cuatro Rey. Así abrimos las Blancas. Y ya me lo advirtió Parker...jugaremos hasta el jaque mate. Y lloraremos, como siempre, frente a un café, en vaso y  humeante.

Salgo de mi propio cuerpo. Hablo de una forma extraña. Odio al tipo del espejo unos siete días por semana.


 
 
 
  • Foto del escritor: Blanca Jal
    Blanca Jal
  • 3 feb
  • 4 Min. de lectura
El día que te conocí, llevabas todo el pelo engominado. Con esa cara de niño bueno, me miraste de arriba abajo. y dijiste que sí, que sí, que tú te venías conmigo.


Hace poco me hiciste recordar mis tiempos de Elefant Récords. Hace mucho escuchábamos sus grupos como los locos. A todas horas.

En aquel sofá modular de polipiel negro horrendo, en el que aprendí cosas que nunca me enseñaron en el colegio.

En el bar de Algora, donde estrené mi primer iPod, verde metalizado, comprado con mi primer premio de debate. Me sentía millonaria. Pero un poco corta. Tardé tres vinos y un bocadillo de alcachofas (sí, de alcachofas, tienen que probarlo, es un escándalo) en averiguar que había que girar el dedo para activarlo. Ya ven, soy de esa generación semi analógica. Lo táctil se me resistía. Como ahora, que sigo carente de tacto, si la ocasión lo requiere. O el ánimo lo anula.


Escuchábamos a Milkyway en sus conciertos y a Family en mi habitación azul. Esa que un día se inundó y vinieron los bomberos a limpiarla y alegrarme la vista. Cantábamos Superguay a pleno pulmón y Nadadora bajo el agua de la piscina de Calafell. Ese verano que estrené minifalda blanca en Barcelona. Cuando no me importaba enseñar las piernas. Y me entallaba las camisetas de Soixante Quatre. Y ponía sus pegatinas en mi carpeta de civil. Los escuchaba como premio entre obligaciones y contratos. Y me enganché a la Bien Querida. A su 9.6. Llámenme absurda, pero siempre preferí el nueve y pico al diez. Me parecía que denotaba mayor esfuerzo. Aunque me sirvieron de poco esos nueves. Y esos picos. Figúrense que hasta en Canónico me lo dieron. Y miren dónde estamos.



El día que te conocí en algún sitio y en algún lado, me agarraste sin más de la mano y me besaste con gran descaro. Y yo sentía que sí, que sí, que ya me estaba enamorando.


Atrapada en el 10 y sin derecho a réplica. Porque hay cosas que aún siendo privilegios, duelen como castigos. Ya saben que la suerte de la fea, la guapa la desea. Pero hace tiempo que se me bajaron el guapo y el deseo. A mi, que nunca me han gustado las medias tintas. La tibieza. Que nunca calculo bien los impuestos. Ni me interesan los intereses. Así nos va. Que ni nos va, ni nos viene. Bueno, eso sí, que no está el horno para sustos. Y los hipocondríacos lo agradecemos. Vale, Parker, que te oigo pensar que me enredo. What’s your problem? Si solo fuera uno. Pero hasta los cafés nos vienen de dos en dos.


Al menos en eso, no hay tibieza. Desenredo:


El sábado tuve una rabieta. Descomunal. Me la guisé y me la comí sola. Es lo que hacemos los adultos. He ordenado los armarios. Y no ha mejorado nada. Pero me he quedado en la gloria. Nada que ver con los buzzzzzzzzzzzzzz. Sil me dijo que ser fiel a uno mismo es el único camino. Y volví a Elefant Records. A mi 9.6. A la bien querida.


Un mes después cuando te vi, en otro sitio y en otro lado. Toda la noche sin dormir y con el cuerpo descolocado. Me dijiste que sí, que sí, que esto aún no se ha acabado.

Pero, my friend, ¿qué hacemos si la mal querida no sabe romper el círculo? ¿Qué hacemos si no quiero merendar galletas ni viajar a los sueños polares? Si no tengo ganas de fiesta, de que acabe el invierno ni volver a nadar el mar. De soñar el verano en el que fuimos novios. Si no quiero cambiarle el final. Si no quiero que borres mis huellas. Ni consigo olvidar alguna pena muy grande. Ni siquiera besándote en espiral cuando no mira nadie. Si me he perdido en el Camino de Kerouac. Si intento una despedida sin decir adiós. Si me fumo la vida. Si hoy también llegará recién peinado. Mientras ella tiene azul el corazón, de nadadora. Azul, de lunes. Azul, de triste. Azul oscuro. Casi negro. Y ayer al oírme llorar, no me acordé del calor de la casa de invierno. Me acordé de Family. De sus letras. De aquellos tiempos, cuando aún había tiempo.

Me cruzo con Don Emilio en los pasillos. Siempre me pregunta cómo estoy. Siempre respondo que muy bien. Los dos sabemos que mientoHoy no estoy muy bien, Don Emilio. Y, como en los viejos tiempos, me arrodillo. Y él me escucha. Él me entiende. Y Él me perdona. Ser fiel a ti mismo. Es todo a lo que, hoy por hoy, podemos aferrarnos. Ser fiel. Y me enveneno de azules. Porque, a veces, puedo estar callado.  Y, a veces, quiero estar callado.

 
 
 
  • Foto del escritor: Blanca Jal
    Blanca Jal
  • 19 ene
  • 4 Min. de lectura

Calculo que, en esos tres años, llevaba más de mil quinientos viajes en AVE. Atocha me era tan familiar que casi podría decirse que le guardo recuerdos más íntimos y peculiares que a algunos de los pisos madrileños que apenas aparecen en mis memorias. El día que, después de 3 horas allí, perdí el tren por apurar el último beso. Mereció la pena. Aunque mi padre me dijera, bastante cabreado, ¿tú eres idiota o qué te pasa?



Y aquél en que volvimos a encontrarnos, años después, en el mismo anden y dos pequeñas le cogían de la mano. Quizá sí era un poco idiota

Las muchas tardes que recurría a sus baños para un cambio de look exprés. La noche que me despertó la señora de la limpieza para decirme “señorita, que hemos llegado”. Señorita. I like it when you call me señorita. El estrés de terminar los discursos a las 9:11. El relax de dejarme caer en sus asientos después de esas jornadas de locos en Toledo. Todas las lágrimas que he dejado en sus andenes. De amor. De desamor. De angustia. De alegría. De tristeza profunda. De frustración. Como el día en que perdimos a Gonzalito y yo lloré dos idas y una vuelta en esa estación. Y después me emborraché en la sala club. Diecisiete de diciembre.



La vergüenza que pasé en esa cafetería cuando derramé mi café en la corbata de aquel juez tan serio. Las risas con Leire. Las charlas con Paloma. Los consejos. Las confidencias. El coche número uno. Nuestro coche. El único en que no nos importaban los asientos de cuatro.

He visto cambiar a Atocha casi tanto como Atocha me ha visto cambiar a mí. Si hasta ambas hemos cambiado de nombre, pero somos las mismas. Los accesos. Un año arriba, el otro abajo. Y vuelta arriba. Y vuelta abajo. Quitaron las viejas tortugas. Pusieron los nuevos destinos. Y esas puertas de cristal desde la que uno ve perfectamente salir al tren que acaba de perder. Recuerdo a María llorándole a la azafata para que la dejara subir al siguiente por fuerza mayor. Antes, a esas cosas, te decían que . La semana pasada a mí me dijeron que no. Y, ya saben que hoy por hoy, no es no.



Tiene Atocha la capacidad de volarme la cabeza. Puede que sea -más allá de mi casa -el lugar donde mas ratos muertos he pasado. Si hasta celebré ahí mis veintidos. En un desayuno de lo más extraño. Con dos hombres y un mismo destino. Como en la canción. Esa noche cené en Guatemala. No les digo más.

Raro es que yo pase por ahí sin que pase nada. Un encuentro casual. Un famoso. Una situación incómoda. Siempre algo. Tengo ya las conversaciones estandarizadas. Qué tal, qué tal. Aquí de vuelta. Aquí de vacaciones. Aquí a una entrevista. Pues que vaya muy bien. Igualmente. Buen viaje. Buen viaje.

Son tantas horas y tantas historias las que he vivido entre esos andenes. Como aquella chica tan triste a la que le subí la maleta y rompió a llorar. Iba a casa, con un test positivo y miedo a lo que le dirían sus padres y futuros abuelos. Recuerdo que pensé que, en mi proyecto, no querría afrontar esa noticia con lagrimas. Pero lo hice. Porque la vida, señores, no es como la pensamos. Es como es. Y las emociones -¿qué tendrán? -no se apuntan en la agenda.




Recuerdo un 24 de diciembre en un vagón a oscuras, parado entre Guadalajara y Calatayud, sin saber si alguno de los que estaban ahí llegaríamos a la cena de Nochebuena. Y, contra todo pronóstico, en lugar de histeria colectiva, se contagió el buen rollo y todo el mundo empezó a cantar sí, sí Madrid. Y sin remordimientos. Al poco arrancamos y me llevé una anécdota para la mesa, que ni tan mal.

Ay, Atocha, ¿quién nos iba a decir que el mil quinientos uno era un viaje sin retorno? Qué poca atención le puse a aquellos 937km que me alejarían de casa para siempre. Qué estúpidamente confié en que llevaba esa casa en la maleta y ahí donde llegara podría desplegarla. Qué ingenuidad la mía y qué caro es el precio de aquel billete que, años después, pago cada día y con carácter vitalicio.

Tiene la vida una curiosa forma de sorprendernos y un irónico sentido del humor. Tiene, como me dijo Miguel, un menú estándar: a jugar, a jugar, pollo para cenar. Y todos nos comemos el pollo. Entero. Si empiezas por las alitas, ya te llegará el pico. Antes o después.



Hoy vuelvo a cruzar Atocha y no quiero pasar de largo. Pero ¿qué alternativa me das si, desde el mil quinientos dos, no soy dueña de mis viajes? ¿Qué billete compras si a la mierda no sale en el desplegable de destinos? ¿Cómo encuentras el camino a casa cuando ya no sabes dónde queda?

Decía un profesor de teoría de información que no es noticia que el perro muerda al niño, sino que el niño muerda al perro. Tampoco lo es el viajero sobre el tren, sino el viajero bajo el tren. Pero no es ese el titular que estamos buscando, ¿eh, Almudena Grandes?


Y veo a todos los que suben y bajan. Las despedidas. Los reencuentros. La Navidad y sus micromilagros. Los que se dan por hecho. Hasta que faltan. Como el amor. Como la vida. Como el futuro. Y veo a todos los que me rodean. Que no hacen nada. Que nada pueden hacer. Que no vendrán a indicarme el destino. Y me empapo de Rioja. Y quiero gestionar el calentón. Pero son demasiados kilómetros. Demasiadas distracciones. Demasiados fantasmas. Y no descansa la mente donde descansa el cuerpo. Las tres cuarenta y cinco. Las cinco y veinte. Las seis. Es la hora. Es ahora. No habrá más viajes a casa. Porque, querida Atocha, desde el mil quinientos uno, dejamos de contarlos. Y es que, ya te lo dijo Don Enrique, la felicidad está en el camino, no en la posada.

 
 
 
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