El mil quinientos uno
- Blanca Jal
- 19 ene
- 4 Min. de lectura
Calculo que, en esos tres años, llevaba más de mil quinientos viajes en AVE. Atocha me era tan familiar que casi podría decirse que le guardo recuerdos más íntimos y peculiares que a algunos de los pisos madrileños que apenas aparecen en mis memorias. El día que, después de 3 horas allí, perdí el tren por apurar el último beso. Mereció la pena. Aunque mi padre me dijera, bastante cabreado, ¿tú eres idiota o qué te pasa?

Y aquél en que volvimos a encontrarnos, años después, en el mismo anden y dos pequeñas le cogían de la mano. Quizá sí era un poco idiota…
Las muchas tardes que recurría a sus baños para un cambio de look exprés. La noche que me despertó la señora de la limpieza para decirme “señorita, que hemos llegado”. Señorita. I like it when you call me señorita. El estrés de terminar los discursos a las 9:11. El relax de dejarme caer en sus asientos después de esas jornadas de locos en Toledo. Todas las lágrimas que he dejado en sus andenes. De amor. De desamor. De angustia. De alegría. De tristeza profunda. De frustración. Como el día en que perdimos a Gonzalito y yo lloré dos idas y una vuelta en esa estación. Y después me emborraché en la sala club. Diecisiete de diciembre.

La vergüenza que pasé en esa cafetería cuando derramé mi café en la corbata de aquel juez tan serio. Las risas con Leire. Las charlas con Paloma. Los consejos. Las confidencias. El coche número uno. Nuestro coche. El único en que no nos importaban los asientos de cuatro.
He visto cambiar a Atocha casi tanto como Atocha me ha visto cambiar a mí. Si hasta ambas hemos cambiado de nombre, pero somos las mismas. Los accesos. Un año arriba, el otro abajo. Y vuelta arriba. Y vuelta abajo. Quitaron las viejas tortugas. Pusieron los nuevos destinos. Y esas puertas de cristal desde la que uno ve perfectamente salir al tren que acaba de perder. Recuerdo a María llorándole a la azafata para que la dejara subir al siguiente por fuerza mayor. Antes, a esas cosas, te decían que sí. La semana pasada a mí me dijeron que no. Y, ya saben que hoy por hoy, no es no.

Tiene Atocha la capacidad de volarme la cabeza. Puede que sea -más allá de mi casa -el lugar donde mas ratos muertos he pasado. Si hasta celebré ahí mis veintidos. En un desayuno de lo más extraño. Con dos hombres y un mismo destino. Como en la canción. Esa noche cené en Guatemala. No les digo más.
Raro es que yo pase por ahí sin que pase nada. Un encuentro casual. Un famoso. Una situación incómoda. Siempre algo. Tengo ya las conversaciones estandarizadas. Qué tal, qué tal. Aquí de vuelta. Aquí de vacaciones. Aquí a una entrevista. Pues que vaya muy bien. Igualmente. Buen viaje. Buen viaje.
Son tantas horas y tantas historias las que he vivido entre esos andenes. Como aquella chica tan triste a la que le subí la maleta y rompió a llorar. Iba a casa, con un test positivo y miedo a lo que le dirían sus padres y futuros abuelos. Recuerdo que pensé que, en mi proyecto, no querría afrontar esa noticia con lagrimas. Pero lo hice. Porque la vida, señores, no es como la pensamos. Es como es. Y las emociones -¿qué tendrán? -no se apuntan en la agenda.

Recuerdo un 24 de diciembre en un vagón a oscuras, parado entre Guadalajara y Calatayud, sin saber si alguno de los que estaban ahí llegaríamos a la cena de Nochebuena. Y, contra todo pronóstico, en lugar de histeria colectiva, se contagió el buen rollo y todo el mundo empezó a cantar sí, sí Madrid. Y sin remordimientos. Al poco arrancamos y me llevé una anécdota para la mesa, que ni tan mal.
Ay, Atocha, ¿quién nos iba a decir que el mil quinientos uno era un viaje sin retorno? Qué poca atención le puse a aquellos 937km que me alejarían de casa para siempre. Qué estúpidamente confié en que llevaba esa casa en la maleta y ahí donde llegara podría desplegarla. Qué ingenuidad la mía y qué caro es el precio de aquel billete que, años después, pago cada día y con carácter vitalicio.
Tiene la vida una curiosa forma de sorprendernos y un irónico sentido del humor. Tiene, como me dijo Miguel, un menú estándar: a jugar, a jugar, pollo para cenar. Y todos nos comemos el pollo. Entero. Si empiezas por las alitas, ya te llegará el pico. Antes o después.

Hoy vuelvo a cruzar Atocha y no quiero pasar de largo. Pero ¿qué alternativa me das si, desde el mil quinientos dos, no soy dueña de mis viajes? ¿Qué billete compras si a la mierda no sale en el desplegable de destinos? ¿Cómo encuentras el camino a casa cuando ya no sabes dónde queda?
Decía un profesor de teoría de información que no es noticia que el perro muerda al niño, sino que el niño muerda al perro. Tampoco lo es el viajero sobre el tren, sino el viajero bajo el tren. Pero no es ese el titular que estamos buscando, ¿eh, Almudena Grandes?

Y veo a todos los que suben y bajan. Las despedidas. Los reencuentros. La Navidad y sus micromilagros. Los que se dan por hecho. Hasta que faltan. Como el amor. Como la vida. Como el futuro. Y veo a todos los que me rodean. Que no hacen nada. Que nada pueden hacer. Que no vendrán a indicarme el destino. Y me empapo de Rioja. Y quiero gestionar el calentón. Pero son demasiados kilómetros. Demasiadas distracciones. Demasiados fantasmas. Y no descansa la mente donde descansa el cuerpo. Las tres cuarenta y cinco. Las cinco y veinte. Las seis. Es la hora. Es ahora. No habrá más viajes a casa. Porque, querida Atocha, desde el mil quinientos uno, dejamos de contarlos. Y es que, ya te lo dijo Don Enrique, la felicidad está en el camino, no en la posada.
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