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  • Foto del escritor: Blanca Jal
    Blanca Jal
  • 7 jul 2024
  • 4 Min. de lectura

“Hay que saber levantarse de la mesa,

cuando ya no se sirve amor”

Nina Simone


Tiene la naturaleza humana un funcionamiento muy básico y predecible. Tiene el ser humano una capacidad increíble de complicarlo.

Hay en nosotros, como en todas las especies, tres comportamientos clave para la supervivencia. Las tres grandes necesidades: comer, dormir y reproducirnos. No existiríamos si no nos diéramos, con frecuencia, a ellas. Pero somos seres complejos. Y, en nuestra inteligencia, somos tan estúpidos que, a menudo, obviamos lo que necesitamos y elegimos alternativas que conducen a la autodestrucción. Y Dios, que sabe más, puso a esas necesidades su toque particular. Haré de ellas placeres, imagino que se dijo. Así estos idiotas las buscarán. Supongo que luego pensó algo como: ojo con los placeres, a ver si se van a pasar de rosca. Y ahí puso los límites. Hagamos del exceso pecados capitales. Gula. Pereza. Lujuria. Y pongámosles castigos, para que en lo posible lo usen con mesura. Si han visto Seven, saben de lo que hablo.




Son las tres necesidades iguales en cuanto a objetivo: si no las haces, mueres. Pero diferentes en cuanto a alcance. Comer y dormir son individuales. El que no come, se muere. El sexo es colectivo. No se le vaya la cabeza a algún lector al que puedo verle la media sonrisa como si la tuviera delante. No me refiero a orgías y bacanales. Sino a que es una necesidad colectiva: la necesitamos, no como individuos, sino como especie. Es decir, al menos unos cuantos tienen que ponerse en marcha para producir las nuevas generaciones. Pero, a diferencia de no comer o dormir, no tener hijos y no hacer por tenerlos, no matará a nadie. Y tiene sentido, la verdad. Es puro darwinismo social. Y todos conocemos a alguien que, oigan, si no se reproduce, ni tan mal.

Creo que por eso el sexo es algo tan simple y tan complicado a la vez. Primero, porque el órgano sexual más importante, el cerebro, es complejísimo. Segundo, porque uno nunca sabe si, en el plan de la naturaleza, se le incluye como elegido para esa necesidad. Y tercero, porque, pensado desde la reproducción, el sexo sólo se puede entender entre hombre y mujer y, madre mía, ¡menuda combinación!: un cerebro masculino y un cerebro femenino dirigiendo una operación imprescindible para la supervivencia de la especie...agárrense, que vienen curvas.

Así pasan las cosas que pasan, que no hay quien las entienda. El sexo es capaz de romper con todas las reglas y creencias que, en cualquier otro entorno, tienen todo el sentido. Matemáticas; uno más uno: dos. Sexo; uno más uno: cero, tres, cuatro, cinco…ya se verá. Lenguaje verbal, te quiero significa te quiero. Lenguaje sexual, te quiero significa trescientas cincuenta cosas que pueden incluir, o no, el te quiero en el lote. El sexo es capaz de cambiar el curso de la Historia. Piensen en Enrique VIII o en las guerras carlistas. Hagan el free tour por el Madrid de los Austrias y verán los giros de guion que dio el asunto, por causa del sexo.



Es el sexo un arma tan poderosa que puede iniciar una guerra. Sellar una alianza. Ostentar el título de la más antigua de las profesiones, sin que haya perdido ni un ápice de modernidad. Ser un imán que, en cualquier momento, cambia los polos. Moneda de cambio. Creador de vida. Generador de expectativas. Liberador y generador de complejos. Una experiencia humillante y dolorosa. O un peasito de cielo. Puede ser increíblemente divertido. O soporíferamente rutinario. Creativo o funcional. Tiene un objetivo predecible, pero un montón de consecuencias impredecibles. Y lo más complejo de su complejidad es que nos empeñamos en no estudiarlo a fondo. Hay, aun hoy, mucho tabú a su alrededor. Y muy poca enseñanza. Aprendemos poco. Aprendemos solos. Aprendemos a destiempo. Y, peor, aprendemos con y de las personas equivocadas. Y, no contentos con eso, no aprendemos nada de la experiencia. Ni sabemos enseñar a otros. Tanto empeño con la intimidad que, en lugar de orientar a nuestros hijos, los dejamos en manos de aplicaciones, programas, “amigos” y profesores tan peligrosos como la pornografía.



¿Se imaginan a esos padres motivados que leyeron de todo sobre la alimentación o el sueño de su bebé, leyendo sobre cómo enseñarles a gestionar su vida sexual? No, hombre, no. Eso que lo experimenten. No le voy a dejar experimentar con el chocolate o el kétchup, ni le dejo elegir la hora de irse a la cama, pero en materia de sexo que se organicen solitos…Vaya, vaya con la responsabilidad paterna.

No tomen esto como un juicio de valor. Personalmente, no tendría ni idea de cómo educar en esa materia. La incultura sexual es un mal común. Y ya, si le metemos el plus del amor, la cuestión se vuelve inabarcable. Porque, incluso en mi ignorancia, puedo intuir que hay mucho amor sin sexo y sexo sin amor. Que hay incluso amor sin amor y sexo sin sexo.

Ahora bien, dado que la mayoría estamos llamados al equipo de la supervivencia de la especie, me parece al menos razonable cuestionarnos si tal vez deberíamos culturear un poco. Ay, amigo, otra vez esa sonrisa, que ya nos conocemos. En fin, sirva esta inusual reflexión, como un llamamiento a la cultura. Y una invitación formal a aportar o a apartarse. Que, para hacernos el lío, ya nos bastamos solos.

 
 
 
  • Foto del escritor: Blanca Jal
    Blanca Jal
  • 17 abr 2024
  • 4 Min. de lectura

Yo quería dedicarme a escribir. Siempre tuve una relación muy especial con las palabras. Me parecía -me parece -fascinante que, al menos en español, siempre exista una para definir con exactitud lo que sientes, lo que quieres decir. Que tengamos semejante amplitud de conceptos para expresar todo. Petricor, ese olor único a lluvia sobre tierra seca. Limerencia, locura de amor, que te impide pensar, por la atracción hacia otra persona. Resiliencia. Melifluo. Ataraxia. Iridiscencia. Qué fascinante precisión y fuerza tienen.


Son las palabras una forma maravillosa de conectarnos con el mundo. Como si, cada vez que descubres esa que coincide exactamente con lo que ves o cómo te sientes, supieras que antes que tú alguien también lo sintió. Y tuvo además la necesidad de ponerle nombre. Como si cada palabra preexistente te hiciera saber que todo lo que te ocurre, le ha pasado a otros muchos. Como saber que no estás solo. Que lo que sientes no es ni tuyo, ni nuevo. Y, en según qué situaciones, es un alivio.



Son las palabras una herramienta poderosísima para identificar, encauzar, acotar y desahogarse. Son las palabras, tuyas o ajenas, las amigas más precisas y que mejor acompañan al corazón y la cabeza. Tienen, solo ellas, la capacidad de convertir lo grave en relativo; lo reparable en roto; lo muerto en dormido.

No es lo mismo, o si lo es, treinta niños asesinados en una masacre, que una operación militar con daños colaterales. No suena igual. No te conmueve igual.


Y es que elegir la palabra es elegir el sentir que le sigue. Puede que por eso -y no por corrección -tiendo a evitar palabrotas. Qué palabra tan curiosa. Palabrotas. Antes no decía ni una. Luego, me empezaron a hacer gracia. Quizá porque iban encajando con lo que quería expresar.



Dime cómo hablas y te diré quién eres. Dime qué palabra escoges y te diré a dónde te lleva. Porque a veces no eliges cómo sentirte, pero sí puedes elegir cómo hablarte.


"Cuida tus pensamientos, porque se convertirán en tus palabras;

Cuida tus palabras, porque se convertirán en tus actos;

Cuida tus actos, porque se convertirán en tus hábitos;

Cuida tus hábitos, porque se convertirán en tu destino."

Gandhi


Si donde no ves salida, entiendes que habrá otro camino. Si donde te sientes morir, entiendes que es porque estás vivo. Si donde te has quedado sin opciones, entiendes que te has llenado de experiencia, estarás dando a tu destino nuevos hábitos; serás capaz de mejores actos; encontrarás nuevas palabras y alimentarás más prometedores y optimistas pensamientos. Y no. No es fácil arrancar. Cuando todo está en contra. Cuando pareces un títere agigolado. Cuando no sabes por dónde empezar y ni siquiera sabes si quieres. Cuando no encuentras las palabras. O las que encuentras no colaboran.



Y ahí, creo yo, es dónde las palabras despliegan su maravilloso poder y te regalan el más trascendente y profundo sentido de pertenencia. Porque el arranque no está en tus palabras. Sino en las de aquellos que un día las dejaron escritas. Un libro. Un poema. Un grafiti en la pared.

Un Cortázar logrando que te rías de ti mismo con sus “Instrucciones para llorar”. Un padre que te recuerda que “lo bueno es enemigo de lo mejor”. Una amiga que te habla del poder del sí. Un niño que te dice, con total convicción, que eres lo mejor.

Es Shakespeare, en su Mucho ruido y pocas nueces, cuestionando ¿por qué sufrir? Dejadlos ir. Es Kipling instándote a guardar en tu puesto la cabeza tranquila, cuando todo a tu lado es cabeza perdida. Es Donne, para Hemingway, explicando que nadie es una isla completa en sí misma. Es Machado, con su se hace camino al andar. Y, al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.



Es Don Ángel arrancándome la risa con su poco pirata para tanto barco. Es el calendario, dando sentido a ciertas fechas, sin que tú puedas evitarlo. Son las locas de la tabarra, bautizando a una batidora. Son esas tontadas que leo en Instagram con las que me parto, como la de los dos libros que tiene la vida: La Biblia, que explica que nos amemos; y el Kamasutra, que explica cómo. Son esos mensajes de buenos días, ¿cómo estás hoy? Y, aún más, los de buenas noches.

Son las palabras de los demás las que pueden transformar las tuyas cuando no ves el camino. Las que te dicen. Las que te callan. Las que te cantan. Las que te abrazan. Son las palabras de los demás las que te ayudan a encontrar las tuyas. Y a cambiar tus pensamientos, tus creencias y tu forma de sentir.


Son las palabras esas compañeras en las que siempre confío, aunque todo cambie. Son el ceteris paribus de mi vida y de la de aquellos que, como yo, las quieren.

Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Y yo les digo que una palabra evoca más de mil imágenes. Y que cada una que se escribe, se pronuncia o se escucha, tiene en su receptor un impacto diferente. Cierras los ojos y ¿qué ves ante la palabra casa? Nunca lo mismo que otros, ni lo mismo que tú en otro tiempo. Madre. Amor. Familia. Felicidad. Libertad. Coherencia. Respeto. Salud. Suerte. Amigos. Ay, amigos, qué fortuna si los piensas y ves lo que yo veo. Qué palabras tan buenas y útiles me prestan últimamente. Qué sinestésico efecto producen en mí en tan oportuno momento. Y siempre.



 
 
 
  • Foto del escritor: Blanca Jal
    Blanca Jal
  • 26 feb 2024
  • 2 Min. de lectura

No sé si esto me pasa a mí o es algo común. Muchas veces salgo del plano y veo mi vida en tercera persona y en tiempo real. Como un yo testigo del yo presente. Sí, lo sé. Es una rallada. Imaginen cómo es para mí que tengo que lidiar con sus observaciones y juicios. Figúrense la que se lía cuando llevo dos o tres copas y el otro se mantiene sobrio. No digas esto. Cambia esa cara. Vete ahora. Sonríe.



No se hacen idea de la paliza que me da cuando bajo la guardia. Y es que al yo testigo le cuesta trabajo dejarme ser y me insta a menudo al simple estar. Será que vemos difícil encontrar personas y ocasiones con las que ser y nos sobran personas y momentos en los que estar.

Quizá sea por eso que aprecio tanto la soledad a la que tantos temen. Esa independencia, esa autonomía que se acota a medida que estrechamos vínculos. Esa libertad que decrece y desaparece conforme avanza la vida.

Recuerdo una adolescencia en que ansiaba ser libre. De horarios. De exámenes. De hábitos y compromisos sociales. De ir a estos sitios y ver a esta gente. De cumplir y obedecer. De cubrir el expediente. Recuerdo pensar que de mayor haría lo que me diera la gana. Y ahora que hago de todo menos eso, anhelo el pasado, como entonces deseaba el futuro.



Lo llaman inconformismo. Y creo que forma parte del crecer. Como esos cangrejos que revientan de dolor y rompen el caparazón. Para luego hacerse uno nuevo, más grande. Es desde lo incómodo, como se avanza. Es desde el frío, como se inventa el fuego. Desde el hambre, como se aprende a cazar. Desde la necesidad, como se hace la virtud.

A veces lucho contra el yo testigo. Déjame en paz. Puedo soportar un poco de incomodidad. Eso no es paz, me dice. No me importa. Sí te importa. Vaya si te importa. Y, sí, me importa.



Claro que me importa. Maldito testigo, qué razón tienes. Qué necesarios son tus juicios cuando me dices lo que sí y lo que no estamos dispuestos a tolerar. Bendita incomodidad que te levanta del sofá y te hace llamar a las cosas por su nombre. Que te empuja a buscar. A buscarte. A encontrarte. A saber que no has perdido el norte, aunque estés al sur del sur. A entender que yo soy el sujeto en mi sintaxis. Y no el predicado de ninguna otra. Que no te deja normalizar lo que no es normal. Verás, joven Padawan, que quien sólo te trata mal a veces, es que te trata mal, sin más. Que no hay a veces, bien que lo justifique. Que las cosas no cambian sin más. Ni volverás de La Habana cargado de agua fresca. Que no bastará con un haiga nuevo, ni ceros a la derecha. Que si no remas, no avanzas. Que no hay mayor fracaso que morir de éxito. Ni mayor pecado que la soberbia. Que no se puede estar siempre, pero no ser nunca. Que no, no eres tú. Soy yo.



 
 
 
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