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Chica cocodrilo

  • Foto del escritor: Blanca Jal
    Blanca Jal
  • 27 ene 2021
  • 10 Min. de lectura

Me enredé con los Hombres G a una edad tan temprana que tenía que cambiar algunas frases de sus letras para poder entenderlas. Donde ellos querían tirarse a Donatella yo quería tirarme a dónde fuera.


Mi afición por su música no fue espontánea, sino pura influencia de mi hermana mayor y, aún más, de mi tía Sonia, que entonces era universitaria y, de tanto en tanto, venía unos días de visita a nuestra casa.

Fue en una de esas visitas cuando toda la familia se volvió loca por una misteriosa e inexplicable desaparición. Era domingo. Mi padre se levantó y, después de arreglarse fue a su mesilla para ponerse su reloj. Pero ¡oh sorpresa! El reloj no estaba. No faltaba nada más. No parecía que hubieran entrado en casa. Él recordaba perfectamente haberlo dejado en su mesilla. Pero ya no estaba ahí. No somos precisamente una familia tranquila. Ni nos tomamos las cosas con calma. La búsqueda no terminaba y el reloj no aparecía. Recuerdo a mi tía cantarme y recantarme “has sido tú, ¿te crees que no te he visto? Y a mí jurar y perjurar que yo no había sido. Chica cocodrilo, me llamaba. El tema se alargó bastante. Pero, por resumir, el ladrón misterioso no fue otro que mi hermano pequeño. Le llamó la atención el reloj. Jugó un rato con él y lo recogió con sus juguetes en su caja. Qué ordenado, él. Fin del misterio.

Pero como la historia siempre se repite...

De nuevo, era domingo. Estaba yo terminando de prepararme para salir. Mr. Livingston bajó con los niños al parque mientras me esperaban. Aproveché la inusual calma de la casa vacía y decidí recoger un poco todo. Cuando estaba a punto de salir fui a mi mesilla a por mi reloj. La pulsera se cierra con click y suelo dejar el anillo enlazado. No salgo de casa sin ponerme ambas cosas. Y, efectivamente, no salí de casa. En mi mesilla no estaban ni el reloj ni el anillo. Como no soy el colmo del orden, asumí que lo habría dejado en el baño. Tampoco ahí lo vi. En la cocina. Nada. En el escritorio. No estaba. En el bolso. Empezaron los nervios. Moví muebles. Miré debajo de la cama. Llamé a quienes me hubieran visto durante el fin de semana. Revisé la habitación de los niños. Vacié la basura. El cesto de la ropa. Los bolsillos de los abrigos. Todos los zapatos de la casa. Zipi guarda tesoros en los zapatos.

Con un pálpito de repetición, miré en las cajas de juguetes. Nada de nada. Mr. Livingston que dónde estás. Que tardas mucho. Que cuánto te queda. Zipi y Zape que si ya comemos. Yo que un momento.

Y, como si el ciclo se reiniciara, toda la familia se volvió loca buscando el reloj. Mr. Livingston ofreció una recompensa a los niños si confesaban. Los pobres, con tal de conseguirla, empezaron a confesar todo tipo de historias inverosímiles. Zipi aseguraba que lo había metido en su bolsillo y lo había dejado en la panadería. Yo, pálida, no quería creerle. Zape repetía una versión más creíble, pero sin sentido. Mamá he cogido tu reloj. Sólo quería probármelo. Y luego lo he dejado en tu cómoda. Pero como en la cómoda no estaba, seguíamos igual. Doce horas buscando. Doce. Y efectivamente, lo dejó en la cómoda. Yo recogí la ropa que estaba doblada encima. Y, entre dos prendas, metí mi reloj en el armario, donde pasó toooodoooo el domingo. De nuevo, fin del misterio.

Me decía mi madre, algo antes de casarme, que no es familia en la que naces, sino la que haces. Pero creo que, por muy diferentes que creamos ser de nuestros padres, llevamos la impronta de la infancia y, para bien o para mal, volcamos gran parte de ella en nuestros hijos.

Cuando preguntas a unos padres qué desean para sus hijos, todos -absolutamente todos -responden lo mismo: que sean felices. Sin embargo, cada uno intenta lograrlo de una forma diferente. Y elegimos, para ellos, los caminos que, algún día, deberán recorrer solos.


Solía creer que ser hija era lo duro. Hasta que sentí la primera contracción fuerte. Había aguantado bastante bien las anteriores y estaba en plan esto no es para tanto, cuando, ya en el coche, de camino al hospital, sentí un dolor indescriptible que me hizo disparar dos lagrimones de los de los dibujos manga. Chica cocodrilo llorando a caños. Mr. Livingstone, intentando animar:


- Venga, que tú eres muy fuerte y muy valiente, siempre lo has sido.

- Te aseguro que ahora mismo no me siento nada fuerte. Soy muy blanda y muy cobarde y quiero que me trates como tal.

Siempre nos reímos de aquella conversación tan absurda, minutos antes de Zape. Y, desde entonces, comprobamos a diario, lo que molaba ser solo hijo y lo difícil que, en ocasiones, es hacer de padres. Aunque también mola, no lo niego.

Te dan una personita, sin manual, y el mundo espera de ti que lo cuides, lo eduques y le conviertas en alguien muy muy feliz, para que, en el futuro, ellos hagan lo mismo y continúen el ciclo; en un bucle de incesante y continua felicidad. Cuéntame otra.

Yo soy una madre bastante motivada, no se vayan a creer. Traemos niños al mundo de forma muy consciente y con ánimo de darles lo mejor. Como todos. O casi todos. Sobre educar y criar niños, leo lo que cae en mis manos. En realidad, no tiene mucho mérito. Yo leo lo que cae en mis manos sobre casi cualquier tema. Pero este me motiva especialmente. Nos equivocamos a diario. Y alucino con la plasticidad y capacidad de adaptación que muestran nuestras pequeñas víctimas. La facilidad con la que nos perdonan y -como a la rubia del chiste –nos conceden otra oportunidad. Participamos en talleres y charlas. Consultamos con expertos –la mayoría de las veces, nuestros propios padres – y buscamos mejorar, aunque sea a base de prueba y error. En materia de educación, creo que somos bastante de Descartes: bien porque seguimos un método basado en la observación, la duda -muchas dudas -el análisis y la comprobación; o bien, porque a veces funcionamos directamente por descartes: esto no funciona, pues lo descartamos. Y buscamos otra opción. Que las hay. Me hace gracia ese chiste sobre el hijo que descubría el saber hacer de sus padres, según sus etapas vitales: a los 4 años, lo sabían todo, a los 15 no tenían ni idea de la vida y a los 25 se impresionaba al comprobar todo lo que habían aprendido en pocos años. Como madre, estoy volviendo a pasar por ese ciclo. Ante un recién nacido, hacía lo que dijera mi madre. Al cogerle el truco, descubrí, lo obsoleta que la pobre se había quedado. Que no sabe qué es el BLW ni ha oído hablar del isofix. Y, conforme crecen, compruebo que sus grandes frases empiezan a tener más sentido del que parecía.

Al final, como todo se repite, nos veo copiando patrones de lo que hemos vivido en nuestras casas. Intentamos combinar lo mejor de cada una y rezamos para que nos salga bien la jugada. Only time will tell. Y, por el camino, veo en los padres modernos una lacra que los nuestros no tuvieron. Al menos no tan evidente. Creo que antes se educaba, mejor o peor, pero en la intimidad. Y hoy tenemos muchos más conocimientos, más técnicas, más acceso a métodos, teorías, manuales y un largo etcétera, pero, a cambio, hemos perdido la perspectiva. Y parece que la educación es un asunto comunitario. Ya lo dijo la ministra. Es curioso que todos intervienen en cuestiones familiares que antes eran eso, familiares. Es como si hubiéramos olvidado que la familia es el motor de la sociedad y solo en su seno se pueden tomar ciertas decisiones. Me sorprende la facilidad con la que todos se meten en tu cama y en tu casa. Y la poca resistencia que oponemos al respecto. Convivimos con los okupas de la educación y nos parece de lo más normal. Pero no creo que lo sea.

Se educa en casa. Y educamos entre dos. O uno, o los que sean, que ahí ya no entro (cero intención de generar polémica sobre estructuras familiares) Y el mejor sistema es el que funcione en esa casa, para esos dos, respecto a ese niño y no necesariamente, respecto al resto de niños de esa familia.

Me agotan esos eternos debates sobre lactancia y alimentación complementaria. Sobre guardería sí o no. Sobre hijos únicos. Medianos frustrados. O familias numerosas. Que si el pecho, que si biberón. Que si las lentejas a los 12 meses, pues a mí me han dicho que a los 15. Que si el huevo en tortilla o en etapas. Que si brazos. O cuna. Que si colecho o habitaciones separadas. Que si irás a por el tercero. O si el cuarto habrá sido un accidente. Ojo al concepto, que no tiene desperdicio. Veo a montones de influencers que cuentan sus experiencias en las redes. Sus experiencias. Que son suyas. Y los miles de comentarios de gente que critica desde la ropa del niño, hasta el horario de trabajo del padre. ¿Por qué hacen eso? Personas que creen que, como alguien ha compartido su experiencia, tienen derecho a criticarla. ¿Usted lo haría de otra forma? Fantástico. Practique en su casa. Me agota ver –vernos – a todas juzgando continuamente lo de la casa de enfrente. Midiendo si le quitó el chupete 3 meses antes o después. Si aún va en sillita. Si no habla. Si es incontinente verbal. Si no sabe jugar solo. Si tiene 3 años y aún no es sociable. Si duerme con pañal. Y un sinfín de síes que, según parece, en caso de acertar en cada decisión, harán que logremos ese objetivo de hijos felices en un mundo feliz.

Lo difícil que es acertar, madre mía. Primero, porque las teorías se contradicen. Y, segundo, porque el hombre propone y Dios dispone. Y, claro, ante eso, poco podemos hacer. Y, al final, cuando te remangas y te dispones a educar, lo primero que te encuentras es una realidad compleja: no puedes educar a otros sin antes educarte a ti mismo. Más bien, te educan ellos cuando te das cuenta de que no se puede exigir orden, obediencia, respeto o esfuerzo, desde el desorden, la indisciplina con uno mismo o la pereza.

Y empiezo a preocuparme más que por educarles, por no maleducarles y no ser la culpable de que, por ejemplo, pierdan esa inocencia y esa forma que tienen de mirar al mundo, sin juicios, ni valoraciones, que nada les aportan, ni a ellos, ni al mundo. Los veo desarrollarse, crecer, mejorar, aprender, levantarse tras un fallo y me doy cuenta de que, en todo eso, son mucho mejores que yo.

Y me replanteo esa respuesta que tan clara teníamos. ¿Qué queremos para nuestros hijos? Sí, vale, que sean felices, pero realmente lo que quiero es que sean normales. Y con normales me refiero a que sean buena gente. Llanos. Sin complicaciones innecesarias. Ya tendrán muchas complicaciones en su vida. Pero que pensar en si la vecina del quinto hace esto o aquello no sea una más, por favor. Que piensen con sencillez. Que encuentren esa ansiada felicidad en lo sencillo. Que se rían de sí mismos, como ya hacen. Y no se enraícen en los enfados. Ni intenten resolver lo que no tiene remedio. Que vean todas las cosas buenas que tiene su día y no vivan pensando que serán felices cuando logren un objetivo o meta concretas. Que tengan objetivos y metas concretas. Y luchen por conseguirlas. Pero que sepan disfrutar del camino. Que no juzguen. Que se quieran. A sí mismos. Y quieran a los demás. Sin condiciones. Que sean amables. Y que sean alegres. Que sean personas con las que apetece estar. Sin más. Porque todo lo demás –lo bueno y lo malo –viene solo. Y no creo que yo esté aquí para construirles su vida. La vida es suya. Nosotros estamos para darles herramientas. Y dejar que las usen con libertad.

No conozco a ningún adulto que crea que algo le salió bien porque su madre le dio el pecho hasta los 18 meses. Ni ninguno que piense que todos sus problemas vienen de que jamás fue a una guardería. No creo que alguien tome malas decisiones porque sus padres le elegían la ropa. O sea egoísta porque era hijo único. No se me ocurre pensar que alguien fuma porque le crearon una adicción por alargar el chupete en su infancia.

Lo que sí creo es que hay personas con las que apetece estar porque vienen de una casa en la que apetecía estar. Y también creo que hay personas con las que apetece estar porque en su casa no se estaba bien, pero decidieron cambiar eso cuando crearon su propia familia. Creo en la voluntad. Y en la capacidad para mejorar aquello que nos gusta menos de nosotros mismos. Sin culpar a esa infancia en que la mayoría fuimos inmensamente felices, solo por ser niños. No por nada en particular que decidieran nuestros padres respecto a nosotros. ¿Se equivocaron en cosas? Seguro. Igual que nos equivocamos nosotros. Pero, si lo sabes, es tu opción cambiar o mejorar esas cosas. Y de lo que no sabes –que es todo lo que ocurre en otras casas – no hay nada sobre lo que opinar. Si vas a dar tu opinión sobre lo que hacen los demás, que sea amable. Si no, no digas nada.

Lo más increíble de nuestros niños es que ya tienen todo eso que queremos para ellos: son felices, son alegres, no juzgan, aprenden y tienen un afán de mejora continua. Y, lo mejor, nos quieren sin más. Alucino con las veces que me dicen guapa y estoy hecha un adefesio. Creo que todas esas teorías, copias y mejoras de lo que hicieron con nosotros, son más bien formas de intentar no cargarnos eso que ellos llevan de serie. Creo que cuando los hijos nos disgustan, son nuestras propias limitaciones las que se ponen en relieve. Impaciencia. Pereza. Mal humor. Falta de empatía. O de confianza. En ellos. En nosotros.

Creo que sigo en una etapa de inexperiencia total, pero empieza a cuadrarme mucho esa frase de mi madre no es familia en la que naces, sino la que haces. Y la familia que tú haces, es solo cosa vuestra. Haz que sea una en la que apetece estar y todo lo demás vendrá solo. En esto de educar, hay veces que, reconozcámoslo, te das cuenta de que la cagaste, Burt Lancaster. Pero, por suerte, en la mayoría de los casos, hay un par de palabras –lo siento o te quiero– que te llevan a la casilla de salida. Y, si le quitas drama, casi todo se puede reconducir. Eso es lo bueno de la familia. Que es solo cosa vuestra. Cosa tuya. Así que si hay algo que no te gusta, mira para dentro y cámbialo, porque la mayoría de las veces has sido tú, chica cocodrilo.


 
 
 

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