Lo mejor...mejor, hoy
- Blanca Jal
- 9 nov 2020
- 5 Min. de lectura
Cuenta mi padre que, de pequeño, le invitaron a una boda. Les sirvieron un plato de entremeses. Un variadito, vamos. Del que algunas cosas le apetecían. Y otras, no tanto. Como los niños de antes no decían no me gusta, decidió organizarse de la siguiente manera: comería primero lo menos apetecible y dejaría lo mejor para el final. El camarero le estuvo observando. Cuando ya había avanzado bastante con la hazaña -y sólo quedaban las cosas más apetecibles -se acercó y le retiró el plato.
- Te he visto hacer un esfuerzo por comértelo todo. Venga, que te perdono el final y ya te puedes levantar.
Como los niños de antes no contradecían a los mayores, ahí se quedó la historia. El esfuerzo no fue recompensado. La estrategia le salió fatal. Y se quedó con hambre y ganas de comerse lo mejor del plato.
No soy yo muy de hacer apología del carpe diem. Pero creo que, a veces, merece la pena evaluar la situación y puede que compense dejar lo mejor, mejor para hoy. Por si acaso.

A cierta edad -que no diré, por guardarme la baza si alguna vez mis hijos leen esto -estuve en un campamento en Francia. Aprendiendo francés. Ah, claro, claro. Podíamos salir el fin de semana. Íbamos a una discoteca de Juan-les-Pins. La única condición: estar en el bus de las 2am para volver a la residencia. El castigo por no hacerlo: la vuelta inmediata a España. La última noche -un sábado -estaba yo a las dos menos cinco en lo alto de la ola. Me pareció un plan malísimo coger el bus de vuelta en el mejor momento. Convencí a tres amigas de perderlo juntas. ¿Qué podía pasar? Si ya teníamos un vuelo previsto para el domingo. La noche fue inolvidable. Sé que podía haber salido mal. Pero hubo suerte. Y ahí la guardo. En mi bolsillo de buenos recuerdos.
Supongo que entre la prudencia del padre y la imprudencia de la hija, existe una escala completa de términos medios. Pero en estos tiempos de truco o trato, creo que merece la pena asegurarse lo bueno. Que lo malo llega solo. Sin anunciarse. Sin permiso. Sin perdón.

Un sacerdote del colegio nos preguntó qué haríamos si supiéramos que íbamos a morir al final del día. Confesarme, decían las prevenidas. Estar con mis padres, las que tuvieron miedo. Pasar todo el tiempo en el recreo, las más cucas.
Nada y todo. Dijo él. No deberías hacer nada. Y deberíais hacerlo todo. Nada especial ni diferente al día que habríais tenido sin saber cómo iba a terminar. Todo lo que debierais y quisierais hacer ese día, sacando lo mejor de él. Puede que no sea una pregunta para plantear a los niños. Pero la verdad es que no tenemos ni idea de cuál será el último día. Y, por eso, deberíamos vivirlos todos como si lo fueran.
Dicen que vuelve el confinamiento. El cerco se estrecha. Y no podemos hacer nada. O podemos hacerlo todo. Todo lo que debamos y queramos hacer cada día. Ya hemos pasado por ello. Y esta vez, al menos, sabemos en qué cosiste. No es una situación ideal. Pero es la situación. Y nosotros decidimos cómo afrontarla. Hay quien sale a la calle y se manifiesta en contra de las restricciones. Es lógico. Y tienen sus razones. Pero romper farolas no acabará con el coronavirus. Hay quien sale detrás y organiza la limpieza de todos los destrozos. Esas personas construyen. Y encima son de Logroño. Doble c...aramba de mi parte.

Restringen la movilidad. De acuerdo. Pero la restricción de las libertades no nos hace menos libres. La libertad no es un concepto que nace de la Constitución. Somos libres porque somos personas. No porque lo diga un texto legal. El texto cambia. El valor, no. Eres libre de mantener la cabeza. El orden. La alegría. Eres libre -y además tienes el deber -de ser un ejemplo para tus hijos. Eres libre de pensar y decidir cómo sacar lo mejor de esta situación.
Tú eliges si comerás chocolate tumbado en el sofá. Nadie te obliga a anquilosarte. Tú eliges si aprovecharás para enseñar algo nuevo a tus hijos. Eso para lo que nunca tienes tiempo. Tú eliges si estudiarás. Si leerás. Si, por fin, pondrás en marcha esa bicicleta estática. Quizá sea tiempo de ordenar las cajas de fotos. O el siempre postergado cambio de armario. Puede que sea hora de ganarle la batalla a la procrastinación.
Parece que las circunstancias empeoran. Pero nada obliga a que tu actitud empeore con ellas. El domingo precintaron el parque infantil. A los padres nos pareció un drama. Los niños siguieron jugando exactamente igual en el resto de la plaza. Es cuestión de actitud. Aun no estás encerrado en casa y ya vas llorando por las esquinas anticipando lo mal que vas a estar. No sabes exactamente cómo va a ser, pero ya tienes claro que todo será terrible. Se supone que somos los seres más inteligentes y parecemos tontos. Sufrimos por adelantado por cosas que no han pasado. ¿Y si no pasan? ¿Y si no son tan terribles? El sufrir te lo llevas por delante.

¿Es previsible que tengamos que quedarnos en casa? Sí. ¿Es necesario que te entre claustrofobia solo de pensarlo? No. Puedes planificar, hasta cierto punto, cómo será tu rutina en cada posible escenario. Esto es una ventaja que en marzo no tuvimos. Puedes sacar el máximo partido a tu día de hoy.
Veo cruzar la plaza a un señor. Muy mayor. Con su andador. Va avanzando. Muy despacio. Daría lo que fuera por tener tus piernas. Tu juventud. Tu fuerza.
Imagino a quienes están en las UCIS. Darían lo que fuera por ver algo distinto del suelo. Por saber que volverán a casa. Por abrazar. Por vivir. Por tener tu tiempo. Tu sofá. Tus pulmones.
Recuerdo a quienes se fueron. Muchos de ellos, sin saber que aquel día era el último día.
Disfruten lo que tienen hoy porque, señores, nadie sabe cuantos hoys le quedan. Rían. Incluso sin ganas. La risa también se entrena. Abracen. En su núcleo familiar (no digan que sigo siendo una imprudente). Jueguen. Al fútbol en el pasillo. A las cartas. O al yo nunca con un par de copas. Canten. Canciones de las de antes. Esos temazos que bailaron a codazos en otro tiempo. Bailen. Aunque sea en la cocina. Estiren. Esto es serio. Estiren todos los músculos. Todo lo que puedan. Si hace mucho que no lo intentan, comprobarán que el cuerpo no se encoge de repente a los 90. Ese maldito se va contrayendo día a día. Lean. Mantendrán la cabeza activa. Disfrutarán. Y tendrán conversaciones mucho más interesantes. Hablen. ¿Cuántos días pasan en los que decimos muchas cosas y no hablamos de nada? Tengan conversaciones. Escuchen. Tenemos dos orejas y solo una boca. Es para escuchar el doble de lo que hablamos. Hagan de hoy su mejor hoy.

Porque la vida es un poco como esa boda a la que te invitan de niño. Te sientes un poco raro vestido. Todos parecen estar mucho más en la onda que tú. No sabes en qué mesa te sentarán. Ni con quiénes. Puede que te veas algo perdido. O que nunca hayas probado lo que te sirvan en el plato. O, simplemente, no te guste. Y no, no puedes cambiar el plato. Pero sí puedes elegir cómo comerlo. Nunca se sabe cuando te lo van a retirar...
No sé qué tipo de niño eres. Ni en qué tipo de boda estás. Pero sí sé que en todas las bodas hay gente alegre. Y, siempre, siempre, siempre, hay música. Así que, aprovechen para bailar. Acérquense a quienes sonrían. Y cojan lo mejor del plato. Bon appétit!
Oh Blanca! Me ha encantado leerte.. cuanta razón tienes!! A vivir lo que toca vivir , disfrutando al máximo, y mirando lo positivo!!😘😘😘😘eres un crack!
Me encanta el post Blanqui!!! Así es, aprovechar el tiempo al máximo y actitud, es lo fundamental, actitud y optimismo!!! Chin chin por las personas disfrutonas!!!
Que razón tienes! Menos quejas y más vivir. Me encanta leerte